domingo, 4 de diciembre de 2011

La muerte nos iguala a todos.


Éso, al menos, dicen el Dalai Lama y el tópico. Es posible que sea así, que después de la fecha precedida por una cruz, todos nos volvamos hermanos al retornar a la madre Tierra. Pero creo que solo en la muerte de los gusanos, la corrupción y el más allá, la que yo tenía asociada al olor del aceite de oliva. Quizás no en la muerte social, en el fenómeno mundano de la esquela, en el planto propagandístico, no en las pompas fúnebres que, como su mismo nombre dice, son pompa y circunstancia. Y yo digo que lo del aceite de oliva es porque en mi pueblo se acostumbraba a poner faroles que la quemaban para exorno de los nichos. Me iba al cementerio de niño el día de los difuntos atraído por aquel abismo que ya intuía tremendamente dramático. Me gustaba terroríficamente el cura revestido con capa pluvial negra y la cruz alzada que recorrían las sepulturas aspergiéndolas con el hisopo y rezando responsos. En realidad, los responsos podían ser cantados o rezados según la voluntad de quién los encargaba. Evidentemente, más caros los primeros que los segundos cómo los entierros de primera, segunda o tercera, terminología que asimilaba el funeral con los billetes del tren. De ahí el dicho popular de “más triste que un entierro de tercera”. Pero quizás aquel olor del aceite, quemándose en el farol, igualaba en mi mente toda la parafernalia escatológica en un sudario olfatorio que evocaba todo el desafío de la incertidumbre y el miedo absoluto. Reconciliado ya en la madurez con la muerte que "es nadie si va en tu montura”, el aroma inconfundible, místico y oleoso, ha retomado su grandeza, sin más parangón que el del vino, para ser bienvenido en el aliño de la ensalada o en la fritanga de las patatas, las alitas de pollo o los boquerones.




Reconciliado, pues, con la muerte, visito los cementerios como parte integrante de la trama ciudadana o pueblerina. Desde los camposantos castellanos adosados a las iglesias a éstos más opulentos como el que tuve la oportunidad de ver el pasado fin de semana en Alcoy. La ciudad modernista se vivencia también, paradójicamente, en la ciudad de los muertos. Y aquí la muerte no nos iguala porque hay humildes nichos mesocráticos, de igualitaria factura en sus bloques anodinos y panteones fantásticos y fantasiosos, obras de arquitecto y escultor. Sencillos ramos de flores y ángeles marmóreos que piden imperturbablemente silencio. Florero de plástico y figura de mujer transida de dolor que, sobre terciopelo ondulado, abraza el sepulcro. Y esa tremenda belleza del musgo y la humedad sobre la piedra incorrupta en una estética de inexpresivo oropel y dolorido ensimismamiento. En el paseo fotográfico hay que bajar también a las catacumbas para visitar el enterramiento del “Pelletes”, el alcalde alcoyano que ordenó abrir fuego sobre los manifestantes y fue posteriormente masacrado durante la Revolución del Petróleo. Porque se supone que aquí ya nos hemos perdonado mutuamente y descansamos en paz el uno junto al otro.




Ni que decir tiene que, tal y como suponen los médium y demás investigadores del más allá, en las fotos aparecían seres que el ojo no vio en su momento. Etéreos, evanescentes, fantasmales, con ropajes que se difuminaban con el aire circundante. He procedido a eliminarlos cuidadosamente con el Photoshop. No tengo nada que ver con ellos y prefiero que, por ahora, permanezcan en su reino de los muertos. Me quedo con las historias de los que aun estamos de este lado. Porque, aunque reconciliado con la muerte y con el olor del aceite de oliva, me sigue gustando más el mundo carnal. Así que quédese para ellos el silencio que reclaman los ángeles, la paz de la hermandad igualitaria y las flores siemprevivas. Yo todavía tengo que hacer mucho ruido y oír el fragor estentóreo de las historias de desigualdad y de la tristeza del desamor. Y el aceite, para freír los churros del desayuno.

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