domingo, 9 de septiembre de 2012

"...y besarte la noble calavera..."


En uno de los momentos más impresionantes, emotivos y dramáticos de toda la poesía universal, Miguel Hernández dice:

“...quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte
a parte a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte...” 

No parecía F. tan entusiasmada con desentierros y huesos de difuntos cuando, hace pocos días, vino a la consulta a enseñarme una radiografía de sus senos paranasales que yo le había solicitado y realizada, según técnica, en posición naso-mento-placa. Me entregó el sobre grande con un mohín de asco, como quien se desprende de un papel pringoso y repulsivo. “¡Mire, mire éso porque yo, después de verlo, he decidido pedir que me incineren!” . Encendí el negatoscopio, coloqué la radiografía al trasluz y adiviné que aquella calavera, aún recubierta de partes blandas, había provocado el espanto existencial de F. Un hálito de monólogo de Hamlet se adueñó de la habitación y, como el tiempo era inusualmente poco presuroso, la entrevista clínica tomo derroteros de postrimerías. Ante todo, le expuse mi criterio de que no tomara decisiones apresuradas, solo por el impacto emocional de ver sus propios huesos, descarnados de belleza pasajera. Pero fue firme en mantener que la elección estaba ya hecha. Aproveché la coyuntura para comentarle que si no le parecía más práctico donar sus órganos en el caso de que la muerte la alcanzara siendo éstos aprovechables. También rotundamente me dijo que sí pero insistió en que después, lo que quedara de ella, fuera incinerado.

Yo, medio en serio, medio en broma, no dejé de recordarle que todas aquellas palabras dichas ante mí en un estado de lucidez mental y dueña de sus actos, tenían cierto valor de testamento vital y, a colación de ésto, me dijo que ya había hecho testamento legal ante notario. Sin embargo, éste no había consentido en redactar lo que ella exactamente quería. Y así la charla derivó hacía consideraciones tales cómo que, si bien las últimas voluntades deben ser sagradamente respetadas, no se le debían dejar a los sobrevivientes encargos de difícil o pesado desempeño. “Por ejemplo -concreté yo- no es razonable que la mujer le pida al marido o el marido a la mujer que no se vuelva a casar ni a los hijos que lleven luto cinco años”. En este punto, parece que nos alejamos del lúgubre cementerio donde apareció el cráneo traspasado por un clavo desde el occipital a la bóveda del paladar y con unos comentarios más bien jocosos sobre lo mudable del amor, nos despedimos. Ella se llevó su radiografía e ignoro si habrá vuelto a contemplarla y meditarla en plan Magdalena penitente.

Y es que muchas veces, en medio de los momentos bondadosos de la vida, hacemos comentarios e incluso tomamos decisiones, basadas más en una cierta euforia del momento que en el frío horror del final al que siempre vemos en lontananza. Leo, con relativa frecuencia, almibaradas consideraciones sobre los últimos momentos y melifluos comentarios sobre la decrepitud que precede a la muerte. No sé cómo se puede hablar de dignidad ante la mente huida, la boca seca y los labios entreabiertos de imposible sonrisa, los ojos perdidos, las úlceras que te carcomen y la mierda literalmente embarrándote, frágil, endeble, miserable y mortal, acabes en corrupción o acabes en cenizas. Ni que decir tiene que el médico, el personal sanitario y los cuidadores se dignifican atendiendo al hombre enfermo hasta el último momento, con dedicación, profesionalidad, entusiasmo y cariño pero de aquí a pensar que tenga sentido ser carne y huesos sujetos a podredumbre, media un abismo.

De todas formas, sean bienvenidas las imágenes de manos moribundas abrazadas por otras juveniles. Hay cosas que, de no ser por estos paliativos, seríamos incapaces de aceptar. Por éstos y porque, al igual que ocurrió con F., seguimos viendo caras hermosas sobre la calavera de la radiografía. Por éstos y por pensar que siempre será pronto para desconectarme de la cafetera y el cigarrillo. Y, cerrando el paréntesis de la mejor poesía que abría Miguel Hernandez, por que, como tantas veces he dicho, al final queda lo mejor: ser polvo enamorado.

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