domingo, 6 de febrero de 2011

Atracciones de feria.

Lo indispensable era estar tocado con un fez. Quizás también un chalequillo con arabescos dorados sobre una camisa presumiblemente sucia pero nada como el fez, con su borlilla oscilante, daba la prestancia necesaria para hacer correcta y ortodoxamente pinchitos morunos. Luego vendría el infiernillo, una especie de caja de zapatos metálica, en cuyo fondo estaban las brasas periódicamente azuzadas. Y sobre ambos bordes se tendían los breves espetones con sus presas de carne ignota que quedaban así al alcance de la acción de las brasas. Al lado del ingenio calorífico, en un barreño de plástico, estaba los trozos de carne cortados a un tamaño adecuado y, sobre todo, empapándose de aquellas yerbas y de aquellas especies de arcaica receta que eran, las que en puridad, conferían al pinchito la categoría de moruno. Luego el hombre tocado con un fez, las ensartaba en el pequeño espetón metálico reutilizable, las colocaba sobre el infiernillo y las braseaba hasta el punto óptimo. Todo ello con el bailoteo de la borlilla y los aleteos del chalequillo de arabescos y en adecuada sincronía con el colega de la barra que atendía directamente a la clientela y tiraba las cañas.

Y andando unos metros, nos encontrábamos una instalación más grande, con un kiosco y una terraza separada del común por una valla porque aquí era ya cuestión de sentarse. Un olor entonces novedoso nos atraía y en la pizarra-reclamo leíamos la novedad: "Pollo a l'ast 199 ptas.". Escrito así, en un trompe l'oeil ingenuo pero, a veces, eficaz. Y es que las ferias siempre han sido lugares propios para la engañifa y la falsa ilusión, el crecepelos milagroso y el sacamuelas indoloro, el monstruo y la tómbola. Pero el pollo a l'ast al fin y al cabo podías tenerlo en la mano y dar de comer a la familia o a la panda de amigos entre risotadas aburridas, música estruendosa y zapatos llenos de polvo. También tenía yerbas de secreta procedencia que la daban el sabor sui generis y hacían fácil su ingestión. Lo terminabas con las comisuras de los labios llenas de grasa y las manos pringadas, pero feliz, casi como después de un banquete tribal.

Así era. El pinchito moruno y el pollo a l'ast comenzaron su andadura mundana como atracciones de feria, en casetas de quita y pon. Así los conocí yo en mi juventud como, en su momento, conocí al cinematógrafo, al Hombre Elefante y a la Mujer Barbuda, al barracón con fetos y engendros de la naturaleza, a los espejos que deformaban la figura y a los tragasables que venían de la India. Este batiburrillo nunca fue de mi agrado y sigue sin serlo. No me gustaba el algodón de azúcar, ni las manzanas caramelizadas, ni los pirulís de La Habana. Crecidos ya los niños, hace muchos años que no voy a una feria y no sé que nuevas y vertiginosas norias y montañas rusas habrá en el real. Sí sé que, afortunadamente, el Hombre Elefante y la Mujer Barbuda han sido rescatados de su ignominia. También sé que el cinematógrafo se ha dignificado y aun ennoblecido pero, en este caso, injustificadamente. Nunca debió salir del barracón de feria que era como a mi me gustaba, divertidas aunque fútiles películas de corta duración y en las que no había que pensar. Así se lo dije a los hermanos Lumière una tarde en el Grand Cafe mientras les explicaba algunas nociones de medicina ya que Auguste mostraba mucho interés por ella. Ni siquiera quiero ver el cine en casa como creo que permite la pantalla del televisor pues me parece tan atrabiliario como tener a la Mujer Barbuda decorativamente sentada en el sofá.

El pinchito moruno y el pollo a l'ast han corrido distinta suerte desde sus orígenes feriales. El primero prácticamente ha desaparecido como tal. Tal vez, ofrezcan en los bares pinchitos o, más finamente, brochetas pero éso es otra cosa. Y si raramente dicen las palabras mágicas, pinchitos morunos, hago oídos sordos y me muerdo la lengua para no preguntar si los trozos de carne son ignotos, si están en un barreño de plástico embebiéndose de hierbas y especies de arcaica receta, si son asados en un infiernillo en forma de caja de zapatos y, sobre todo, si el cocinero está tocado con un fez ya que es todo ésto lo que les otorga la morunidad. Me callo porque sé que a los camareros no les gusta que se les pregunte por los intríngulis de la cocina y pido prudentemente una magra con tomate. El pollo a l'ast abandonó las ferias y, como el cinematógrafo, se ha dignificado. Ahora se llama pollo asado y se aliña con sabores más suaves y estandarizados. Se venden en los asaderos de pollo a los que se llega por el rótulo y por el olor que sigue siendo sui generis. Comida para llevar a casa, para los domingos de asueto y para la visita imprevista, se ha aliado con la pizza y se acompaña con bolsas de patatas como las "Cerezuela" que ofrecen en el "Asadero de Pollos Neme" y que hacen en Vélez Rubio.

Es posible que el régimen de pensiones se hunda y que, en su día, deje de percibir la que corresponda a mi cotización a los seguros sociales. Que nadie se extrañe pues si, en el siglo XXIII, me ve como atracción de feria como "¡¡The Man who Smokes!!", anunciado como antaño lo fueron el pinchito moruno y el pollo a l'ast. Me dará cierta pena de mí mismo si tengo que recurrir a esta artimaña y recorrer así las ferias interplanetarias. Pero tengo el consuelo cierto de que, en algún circo paralelo, viajará la anunciada como "¡¡The Woman who Smokes!!" y ya el romance está servido y, además, saldremos en el cinematógrafo.

1 comentario:

  1. Me rindo a tu redacción, he estado paseando por la feria de tus recuerdos....huelo a algodón de azucar.
    saludos rosa
    hasta el próximo post o FB

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