Andando por aquellos Arribes del Duero, pensé en nosotros, los ideólogos. Admirando las enormes, impresionantes y vertiginosas presas, aquellos portentos de la ingeniería hidroeléctrica, tuve claro que yo hubiera podido idear aquellas estructuras ciclópeas. Si no las ideé fue porque estaría ideando otra maravilla. Los ideólogos ideamos las cosas que, normalmente, son teorías políticas, sociales o religiosas. Pero yo, valga el oxímoron, soy un ideólogo pragmático e ideo cosas tangibles y útiles. Tan útiles como puedan ser una pirámide, unos jardines colgantes, un mausoleo, una muralla, un puente, una catedral, un órgano para esa catedral, un castillo roquero, una locomotora a vapor, una torre metálica de 300 metros de altura, un globo dirigible, un cohete para ir a la Luna, un artefacto para transmitir por el éter imágenes a distancia y, por supuesto, estos saltos como el de La Almendra o el de Aldeadávila. ¡Atención! Yo no soy ingeniero, solo sé rudimentos de cálculo integral y desconozco las fórmulas que conducen a estipular la resistencia y la fatiga de los materiales. Tampoco se alzar un plano y me dejo escapar manchones de tinta china cuando manejo un tiralíneas. Mi función de ideólogo consiste, por seguir con el ejemplo de las presas, en ir de paseo por los abismos que labraron el Duero o el Tormes, pararme de repente, señalar un punto dado del cauce y decir: “Aquí se puede hacer perfectamente un embalse, con una capacidad de 3.000 Hm 3, con una altura aprovechable de 300 m. y allí iría la salida de líneas con potencia total de 5.000 millones de KWh.” Y ya está. El 90% del trabajo está hecho. Lo peor es que no me oiga nadie porque voy solo o los que me acompañen estén distraídos y no capten el mensaje. No pasaría como cuando Ferdinand von Zeppelin me dijo que quería ir a América pero que se mareaba en el barco y yo le dije haciendo una pausa en las chupadas al cigarrillo: “Pues se me acaba de ocurrir una idea, llenar un gran globo de hidrógeno, dotarlo de unas hélices accionadas por motores Daimler de combustión interna y de un timón, colgarle una barquilla para el pasaje y así se puede cruzar el Atlántico volando. Ten en cuenta, además, que los rascacielos que han construido allí pueden servirnos de punto de atraque”. Y Ferdinand me escuchó, me hizo caso y se llevó la gloria. Luego el artilugio salió ardiendo pero es que no se puede estar en todo y, además, para entonces yo ya estaba ideando unos aviones que se movieran a reacción.
Queda, pues, claro que los ideólogos hacemos un ejercicio puramente mental que es compatible con estar tomándose la cerveza del aperitivo o con ese duermevela que precede a la siesta bien dormida. Puede ser en cualquier momento de éstos cuando se nos ocurre la genialidad. Ya se que luego hay otros que tienen que hacer un trabajo, a todas luces menor. Es típico el ejemplo de que las pirámides las construyeron esclavos. Pero ¿a qué esclavo se le ocurriría construir una pirámide? ¿qué miserable pensaría en una enorme catedral gótica, con su altas bóvedas, sus contrafuertes y sus gárgolas? Y aquí, volviendo a nuestra presas sobre el Duero o el Tormes, donde la tierra se hizo cantera, donde se horadaron kilómetros de túneles, donde las grúas se colgaban en vertiginosos paredones de roca viva, hubo obreros que, con menos de 30 años, estaban jubilados por silicosis. Pero los ideólogos no podemos amilanarnos con esas minucias. ¿Un ferrocarril de costa a costa? ¿Quién hace el trabajo meramente manual? Para éso están los miles de chinos que vinieron con su exótica coleta.
El problema es que a mi, el ser ideólogo no me alcanza para pagar la hipoteca, ni para comer, ni para comprarme una camisa. Nadie se cree que mis ideas son geniales o viene otro más espabilado y me las roba. La última vez fue un contubernio conocido como IBM que se enteró de mis cavilaciones para construir un ingenio con una capacidad de cómputo en mucho superior a la del cerebro humano. Así que no tengo más remedio que dedicarme a ejercer de médico de manera asalariada. Pero aun aquí sigo siendo un ideólogo. Aunque los enfermos me refieran dolores y quebrantos diversos, en realidad me están transmitiendo sus ideas sobre su cuerpo y su íntimo yo. En mi turno de actuación, manipulo esas ideas y las aglomero con lo que mis sentidos todos me permiten aprehender. Y surge la palabra y también la concreción en algunas recetas donde va el nombre mágico de pastillas, jarabes y remedios varios que ejercerán por mi el poder curativo.
Todos ellos, los remedios, harán el trabajo duro como aquellos obreros que se dejaban descolgar por el muro de cemento de la presa en construcción. Pero sé que sigo siendo yo y mis imaginativas ideas de ideólogo las que, en realidad, tienen la potestad de la sanación o, al menos, el alivio o el consuelo.
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