domingo, 29 de mayo de 2011

"La Meseguera" y su terraza-oasis.

Son 50 céntimos exactos. Y en una sola y única moneda. No hay cambio y la máquina no acepta sobornos: no se le puede dar 1 euro para que se quede con la vuelta. Pero si dispones de esa moneda mágica, la barrera del parkink de “La Meseguera” se abrirá obedientemente y podrás salir airoso a la calle Mayor, rumbo a tu destino, cualquiera que éste sea. El mío es el Centro de Salud, inequivocamente siguiendo la dirección obligatoria a la derecha y todo recto. No hay pérdida y menos con ese reconfortante café mañanero, condición sine qua non para la extrema lucidez que exige la consulta.
“La Meseguera”, en la calle Mayor de La Alberca, es uno de los mejores bares y restaurantes del mundo, con su encanto de taberna del siglo XXI, añosa pero pulcra. Quizás no hay ninguna guía turística o gastronómica que avale este aserto. Pero lo digo yo y basta, siquiera sea para su ocurrencia en este blog. Aquí nos juntamos humildes obreros, mesocráticos médicos, enfermeras y empleados de la banca, políticos y directivos de las empresas públicas y la gente bien de El Verdolay. Todos en  utópica camaradería. El mono y el amarillo chaleco reflectante junto a las chaquetas y las corbatas como las mías en armónica convivencia. Por unos minutos nos convertimos en buenos salvajes roussonianos compartiendo la barra de rancia madera y unidos por el café y la tostada de tomate y aceite que chorrea y unge por igual las manos aunque los de corbata tengan que echar hacia adelante cabeza y cuello para no mancharse la impoluta seda. Pero yo ya llego desayunado, así que me conformo con un café solo y me evito el engorro de la oleosa pringue.
Tiene, no obstante, “La Meseguera” un pero que, hasta ahora, ha carecido de relevancia. Dada su ubicación, en calle más bien estrecha, lejos de replacetas, de jardincitos municipales, de aceras anchas o de rincones que sean tierra de nadie, no ha montado nunca terraza. La entrada en vigor de la ley antitabaco que, como dice en todos los artículos al respecto, fue el pasado 2 de enero de 2011, fecha tan infausta como la de la decapitación de Padilla, Bravo y Maldonado, ha hecho que los gestores del negocio se las tengan que ingeniar para que los clientes fumadores puedan gozar del café o de la caña con marinera sin infringir la ley. Así que con la sola obra de allanar el suelo y dotarlo de baldosas, han habilitado una zona del parking donde caben unos 4 o 5 veladores, como recóndita y fantasiosa terracita. Un toldo playero y aun unas sombrillas, la protegen del sol que ya se va mostrando inclemente.

Yo la llamo la terraza-oasis y a ella me acojo, aunque de pie en pie, para fumar el cigarrillo que culmina el café y poder echar la ceniza en los correspondientes ceniceros dispuestos en cada mesa. La palabra oasis sugiere de inmediato un lugar paradisiaco, fresco, de vegetación exuberante y verde y abundante agua cantarina. Nada de éso hay aquí. Estamos en un amplio solar que hace las veces de parking, rodeados de asfalto mal parcheado, pintado con equidistantes rayas blancas. El paisaje son paredes medianeras de las casas cincundantes, los coches aparcados y los que entran y salen con su motor sonando y sus tubos de escape humeando. El cielo está velado por un amplio toldo hecho con una especie de malla de material plástico que proporciona una deseable sombra a vehículos y personas. El lugar parece, de entrada, inhóspito. Pero hay que pensar que el oasis está unido a la noción de espejismo.
Recuerdo que, de niño, hablabamos mucho de los espejismos. Cuando las carreteras dejaron de ser de polvo y la providencia estatal las asfaltó, hasta nosotros mismos los sufríamos viajando en un 600. En los tebeos de la época y quizás también en las películas, los personajes caminaban mucho por el desierto y, como era de esperar, se perdían. Y allí venía lo de dar vueltas por el mismo sitio, volverse a encontar con sus propias huellas una y otra vez y toda la parafernalia del cansancio extremo, el hambre y, sobre todo, la sed cuando de la cantimplora no salía más que arena. Y entonces, para más inri, aparecía el espejismo, el agua deseada y las palmeras. Ahora no se habla de este fenómeno en cuentos y narraciones. O, al menos, así me lo parece. Y mira que las comunicaciones y contactos virtuales son proclives a su existencia. Quizás sea ésto. Que seguimos perdidos en el desierto, dando otra vez vueltas, pero cómodamente sentados en casa. Y como tenemos la botella de agua al lado y la ración de pizza, no nos importa tanto sufrir la alucinación y preferimos creérnosla. 

A mi entonces me hubiera gustado llegar a un oasis. Lo consideraba un sitio tan maravilloso como la playa, donde se podía uno bañar y gozar del agua. Ya he ido a la playa y la madurez me ha enseñado que de maravillosa no tiene nada. Así que me imagino que lo mismo pasará en los oasis. No dejaran de ser un secarral de arena caliente, con la sombra exigua de las palmeras, camellos que hacen sus necesidades en cualquier parte y un charco de agua sucia. Por éso, considero un verdadero oasis esta terraza de “La Meseguera”. Supongo que cualquier viajero de las autovías o de las carreteras nacionales de España, recién llegado a La Alberca tras recorrer la carretera de Santa Catalina, creería, al aparcar, estar viendo un espejismo si es que de niño gozó de aquellas aventuras de los tebeos. Y cual no será su alegría al comprobar que no, que es una realidad gozosa, una realidad de losetas, lona y mesas y sillas de plástico. Y allí puede ser el café o la caña con sangre encebollada, con zarangollo o con una albóndiga de bacalao. Y si la travesía por el desierto le ha dejado muy hambriento, hasta puede venir enhorabuena una pata de cabrito.
Y luego el cigarrillo legal observando los cactus y unas matas plantadas en el cuenco que forma el revestimiento de los garrafones de vino. Pero ¡cuidado!: que no se te embote la mente y se te olvide proveerte de la moneda de 50 céntimos, única e inexcusable. Si esto ocurriera, quedarás para siempre embrujado en ésta terraza-oasis de la que no podrás salir. Al menos, en los próximos 50.000 años.

domingo, 15 de mayo de 2011

Los relojes ASEIKON.

Supongo que casi todo el mundo lo conocerá pero es una buena introducción contar el chiste:
- La maestra: Jaimito ¿con qué mató David a Goliat?
- Jaimito: ¡¡Con una moto!!
- La maestra: Pero Jaimito, ¿cómo lo iba a matar con una moto? Lo mató con una honda
- Jaimito: ¡Ah! ¿es que había que decir la marca?
Independientemente de la gracia que el chiste pueda tener, lo que interesa es que me da la impresión de que, en la antigüedad, no existían las marcas al menos tal y como hoy las conocemos con su potencia de trademark. No, no hay constancia en la Biblia de la marca de la honda que usó David o la de las tijeras que manejó la pérfida Dalila para cortarle el pelo a Sansón. Ni Homero nos dice la del casco de Héctor, ni Julio César la de las sandalias que le liaban las piernas. Andando el tiempo, tampoco sabemos que logotipo tenía la bacía de Don Quijote o la gola de Felipe III. El Hamleto, en ninguno de su profundos parlamentos, nos permite conocer ningún nombre comercial del mortal licor que vertieron, con la más aviesas de las intenciones, en el conducto auditivo de su padre. Y éso que la industria farmacéutica y sus antecesores, que fabricaban tanto venenos como filtros de amor, han sido siempre muy suyos para la cosa de las patentes. Así que yo sepa, los inicios de las marcas registradas los tengo asociados a Bell con el teléfono, a Edison con la bombilla de incandescencia y a Morse con su código y los logotipos al perrito de “La voz de su amo” y a los gatitos de las sardinas en lata “Miau”.
Podría investigar en el tema pero, por ahora, no me interesa aunque no descarto una fiebre ulterior por saber. Lo que sí tengo claro, que es a lo que voy, es que las marcas registradas, el trademark, existen porque existe la falsificación. Un ejemplo más del bien y el mal que coexisten en el mundo y en la humana naturaleza aunque, en este caso concreto, hay que matizar mucho. Querer aprovechar el tirón del éxito conseguido por un prójimo aventajado es lógico. Una manera fácil de conseguir dinero, sin invertir y aventurarse primero y sin calentarse la cabeza. Sin embargo, en el momento presente, el fenómeno tiene unas curiosas características y existe un delicado equilibrio. Casi que podría hablarse de una cierta filantropía o, como decía la añosa canción, de mentiras piadosas.
Para mi (y, por tanto, para su ocurrencia en este blog) las fakes empezaron con los relojes ASEIKON y era yo ya estudiante, digamos que aventajado, de Medicina. Un compañero vino contando que había visto un reloj aSEIKOn. No sé si fueron figuraciones suyas porque, con el mucho estudiar, alucinaba o soy yo quien ha desfigurado la historia con el paso del tiempo, pero tal y como está en mi memoria, la marca del reloj aparecía en la esfera con una a y una n muy pequeñas en comparación con el resto de las letras. La intención del mistificador parece clara: hacer pasar aquel reloj por un auténtico SEIKO. Parece pero, en una aproximación más minuciosa, no está tan clara. Ante todo, un comprador que no fuera muy corto de vista, se daría cuenta en seguida de la falsía. Y luego está el hecho de que los SEIKO (dicho sea con todo el respeto hacia sus poseedores) no es un objeto de deseo hecho para unos pocos, cual Rolex de oro, sino un reloj mesocrático y aun popular. En este caso concreto, sí he hecho una pequeña investigación de las llamadas on-line y he aprendido que los relojes ASEIKON existieron por derecho propio. Fabricados en la antigua República Democrática Alemana bajo influjo ruso y con materiales baratos, tenían entidad propia. No querían imitar a nadie solo que algún comisario político les puso ese nombre, salieron así al mercado en libre competencia y punto. Parece ser que luego algún revendedor callejero les borró la a y la n y aquí ya si hubo dolo.
Y ahora estamos en una situación ambigua. Por un lado está la falsificación pura y dura o el mercado negro que es delito perseguible y punible. Así que ese campo quede para la policía especializada. Lo que a mi me interesa es lo que antes decía que considero un fenómeno filantrópico o de mentiras piadosas. Me refiero a las hábiles manipulaciones de la marca o del logotipo que traen a la memoria una firma buena pero que no lo son ni nadie cree que lo sean. Pongamos un ejemplo paradigmático. Existe la marca de ropa deportiva Acliclas. Como la tipografía bloguera no permite filigranas, haga el lector un esfuerzo y una mentalmente las c y las l en una sola letra. Pues ése es el resultado.
Pero aquí nadie engaña ni es engañado. Se va al mercadillo callejero o al chino, como el cercano de Santo Ángel, donde el vendedor sabe lo que vende y el comprador lo que compra, se adquiere el chandal y uno se lo pone tan contento. Bueno, en realidad, un poco menos contento que si llevara un auténtico Adidas pero el haberlo comprado a un precio muy inferior al original le compensa con creces. Por éso, aunque un tanto idealista, me ratifico en la creencia de que solo una filantropía, un Amor a la Humanidad, es la que hace estos registros baratos y asequibles para que encontremos consuelo dentro de la penuria. Y es así como nace y esplendorea la marca “LA PAVA”. Digna de todos los elogios y conocida también como “EL COMETA”, “EL AVIÓN”, “LA ESCOBA”, “LA BELLOTA” y todas las posibles variantes locales, nos permite a los de querer y no poder sumirnos en un mundo de oropel, quincalla y lentejuelas. No es oro todo lo que reluce y bien lo sabemos pero dejadnos con esta ilusión de ir como la gente guapa, de adquirir lo que nos está vedado, de lucir como una estrella sin serlo. Solo una nube empaña tanto cielo azul y es la posibilidad de que esta mercadería esté hecha con trabajo infantil o esclavo. Pero parece ser que los buenos tampoco son ajenos a esta pega por lo que, en el juego, están empatados.
Y no hay que olvidar que hay un campo terrible de engaños y falsedades, un campo cruel como ninguno de etiquetas borrosas y de mentiras que no son piadosas, donde ni la  policía puede entrar y donde no hay juez que sentencie. Porque están los falsos besos y el amor engañoso, los labios que se ofrecen como sinceros y las caricias que simulan auténtica ternura. Así se lo han reprochado los hombres a las mujeres y las mujeres a los hombres desde que el mundo es mundo. Quizás solo la bien pagá y su amante se libren de ésto pero aquí el trato fue que los besos se pagaran con dinero y, al final, la sociedad mercantil fracasó. Afortunadamente la madurez nos libra de espantos y sabedores ya de la verdad contemplamos con igual benevolencia al paisano con su chandal Acliclas o a la pareja que, al atardecer, camina cogidos de la mano por las orillas del Sena que pasa por todos los pueblos.

Addendum de última hora: Veo, poco antes de publicar esta entrada, ésta otra de un blog que acabo de conocer y que parece muy bueno. ¡Atención a la marca del aparato del que se habla!

miércoles, 11 de mayo de 2011

Makermedals machine.

El Credo, después de su impresionante comienzo "Credo in unum Deum Patrem omnipotentem, factorem cœli et terrae," lo dice bien claro: "sedet ad dexteram Patris, et iterum venturus est cum gloria iudicare vivos et mortuos;"  Y así hemos de creerlo, aun dándonos miedo la inminente Parusia, aunque solo sea por falta de algo mejor en que creer. Por éso y porque, abastecido de corbatas y de latas de mejillones, no me apetecía acudir a El Corte Inglés, esta última mañana de sábado, subí hasta el Santuario de La Fuensanta, patrona de Murcia, para rezar a Dios y a la Virgen por vivos y difuntos. Lo primero pues, devota visita, aunque ahora la imagen de la Virgen no está allí sino en la catedral a donde baja dos veces al año. Encendidas las velitas eléctricas por el precio de 10 céntimos cada una mientras miraba con disimulo a un fiel orante, arrodillado en las mismas escaleras del altar, sin que llegase a enterarme con precisión de cual era la causa de su aparente cuita, me pude permitir acercarme a la Terraza Quitapesares. Allí fue el rico café en un mostrador casi solitario. Supuse que por ser terraza por definición, tanto tradicional como legal, se podría fumar pero no vi ceniceros y aprecié que, en el suelo, no había ni una colilla. Por éso me retiré a un espacio de nadie para encender el cigarrillo mariano.
Y ahora, toda la ciudad, parte de su alfoz y lo que va quedando de huerta, lo tenía de paisaje. Muy bonito. Pero, desde la primera vez que subí al monte hace ya casi 30 años, comprendí que era un déjà vu. Yo, de niño, había visto aquello. Mucho antes de que supiese que iba a venir a Murcia para quedarme, conocía aquel cielo y aquella tierra. No estoy seguro, pero creo que era en unas grandes latas de pimentón destinado a su venta a granel, donde vi premonitoriamente éste paisaje y, desde entonces, no lo había olvidado hasta la hora de encontrarme con él cara a cara. Debe ser porque el destino se nos desvela a retazos o quizás se trata tan solo de buena memoria. También puede contribuir un detalle escabroso. Los productos murcianos que llegaban hasta mi pueblo, solían ser exactamente de Churra adonde si el caminante quiere llegar, no tiene más que coger la carretera de Churra o abordar el bus 57. Este nombre me hacia una gracia escatológica porque “churra” era también, en mi infancia, el nombre del miembro viril aunque entonces solo nos servía para hacer pipí. 
Todos estos estos pensamientos acompañaron al cigarrillo, terminado el cual, solo me quedaba visitar la tienda de recuerdos. Por supuesto, buscaba un mechero con la imagen de la Virgen y me felicité al encontrar varios modelos de distintos precios. Y, de repente, me encuentro mirando a una máquina de guerra como las que diseñara Leonardo da Vinci, colocada junto a una pared del local. Éso fue, al menos, lo que pensé en una primera instancia al ver aquella enorme y potente manivela y aquellos descomunales engranajes destinados, sin duda, a manipular piedras para la catapulta. Pero una calmada inspección me sacó del error: se trataba de una makermedals machine. Podías convertir una moneda de euro o una moneda de 5 céntimos en una bonita medalla. ¡Qué cosa tan interesante y tan divertida! Leí varias veces las sucintas instrucciones para pasar a la acción sacando una moneda de un euro del bolsillo dispuesto a transformarla en medalla. Había que meterla en una ranura situada sobre una base y luego deslizar ésta hacía adelante. Lo intenté varias veces pero la base deslizante volvía hacía mi sin que la máquina se tragase la moneda. Viendo mi torpeza, el dependiente de la tienda me dijo con voz de confesor:
- Hay que meter las dos monedas.
- No, mire usted, yo quiero hacer medalla la moneda de euro...
Con santa paciencia, el dependiente continúo:
- Es que lo que se hace medalla es solo la moneda de cinco céntimos. La de euro es...¡ejem, ejem!...lo que cobra la máquina...
Ahora todo estaba claro. Sabiendo como sé como funciona el mundo, al hacer mis cábalas sobre la medalla preferida, no había caído en la cuenta de este detalle. ¿Dónde estaba la ganancia si yo metía una moneda de euro y la máquina me la devolvía convertida en medalla? Naturalmente, no me importó que el monasterio me solicitase un precio y seguí con el procedimiento, ahora correctamente. Introduje el euro y los 5 céntimos, cada uno en su ranura, deslicé la base y sentí el ruido inconfundible de las monedas al caer en un fondo metálico, ese ruido que, al parecer, subyuga tanto a los ludópatas. Ahora, según las instrucciones, había que girar la enorme manivela en el sentido de las agujas del reloj. Di una vuelta y dos y tres sin ningún esfuerzo para tan magna maquinaria. Los engranajes giraron pero no ocurría nada más. Miré desconsolado al dependiente y éste volvió a explicarme con su santa paciencia:
-Tiene que seguir dando vueltas. Notará que la palanca se endurece y luego saldrá la medalla.
Por segunda vez comprendí. Me faltaba fe. Yo estaba girando incrédulo la manivela. Pero ahora, sabiendo que el milagro iba a ocurrir, volví a girar con ahínco. Otra vuelta, dos, ahora la palanca se endurece, se endurece más, otra vuelta y el milagro. En el cajetín que hay a la derecha oigo ese ruido tampoco apto para ludópatas que indica que la moneda de cinco céntimos vuelve a salir a la luz convertida en medalla. La recojo y la miro con arrobo. Con ella en la mano, miro a mi amigo el dependiente y a una pareja de peregrinos que han observado mis evoluciones. Y todos sonreímos contentos, congratulándonos del buen final de la empresa.
Salgo a la mañana radiante de la explanada del santuario. Son las doce del mediodía y la campana conventual entona el Angelus. Y el cielo y la tierra, el paisaje todo de la lata de pimentón que hacían en Churra, queda suspendido del hilo divino. Afortunadamente, tengo en el bolsillo el último poema de mi compañero Pascual López, hecho verso a verso tras contemplar el fresco de la “Ultima Cena” en Milán. Y con él, agnóstico que cree en Dios, oigo la campana sobre un mundo donde sus habitantes pintan cuadros conmovedores y fabrican máquinas de guerra.






"Tan nulo como soy en esto de las creencias,
de los dioses,
de los antaño como "Babeles" no inteligibles;
de los sueños que se fueron en un Edén perdido
y misterioso...
 
Y tan presente como soy en este infierno
de dolor tangible y doloroso,
Cruz presentida, azotes de traición
y de mentira...Lluvia de lodo
en los estigmas que serán silencio en mis manos.
 
¿Por qué preguntaré...Traición al Hombre,
abandono al Padre...?
¿Por qué susurro y llanto como prueba
de un más allá que no he buscado...?
Oración de perplejidad. Y pan ácimo.
 
Y yo sólo quería una palabra: un canto
como de un río caudaloso,
como de una corriente, ola incluso,
mar y remanso de unos ojos que ahora son
ausencia, sangre y...¡Padre...!.
 
¿Tanto daño te hice para que me ungieras nuevamente de abandono?"

viernes, 6 de mayo de 2011

Fontiveros y Cantiveros.

Son planicies mesetarias, frías y austeras, donde se apiñan pueblos poco separados entre sí. Secano tradicional aunque ahora aparecen zonas de regadío. Campos de cultivo con algunos árboles aislados y casi siempre visible la torre de alguna iglesia mudéjar. Y no hay más que escribir porque la belleza es impresionante y basta con admirarla. Ésto es tópico como tópico será decir que aquí el “Cántico espiritual” conmueve hasta el éxtasis:
"¿Adónde te escondiste,
amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti, clamando, y eras ido."

Porque la excursión, desde Salamanca, era a tierras ya abulenses de La Moraña, a Fontiveros, cuna de San Juan de la Cruz, el grande amante y místico. Pero como el día estaba gris y la lluvia pinteaba, fue precavido ir antes al otro destino por si los nubarrones descargaban. Un tiro de piedra separa Fontiveros de Cantiveros y, en éste último pueblo, está la llamada “Cruz del Reto”, hito pétreo de un episodio histórico. En este punto, que no se distingue en nada de los circundantes en muchos kilómetros si no lo particularizara el crucero con su cartela, retó Blasco Jimeno a Alfonso X el Batallador. Según la historia y la leyenda, el rey había cometido una canallada con unos caballeros de Ávila entregados como rehenes. Pero terminó mal nuestro Blasco Jimeno, asaeteado por la escolta real, sin que el singular duelo se llevase a cabo. Así lo dice el cartel informativo, municipal y democrático, que hay junto al monumento y así hemos de creerlo. Porque los caracteres de la piedra los ha borrado el tiempo y, con la llovizna, tampoco era de cosa de recomponerlos siquiera fuera in mente.

Pero las fotos sí eran inexcusables. Y aquí queda este skyline que sería tenebroso si la belleza y el sentimiento incuestionables no le salvara del abismo. Visitamos también este  pequeño cementerio, con unas sencillas lilas en la tapia. Su puerta estaba abierta para que el caminante pudiera entrar libremente y rezar ante otro crucero con mohos crecidos en la piedra. Y hay que dejar otra vez a San Juan para que nos hable de soledad:
"Pastores, los que fuerdes
allá, por las majadas, al otero,
si por ventura vierdes
aquél que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero."


Y luego a Fontiveros. Dejamos el coche junto a la tan grande y hermosa como sencilla iglesia mudéjar, dedicada a San Cipriano. En el centro de la nave, la cruz procesional para el Viacrucis que se estaba preparando y en una de las capillas laterales un pequeño museito de imágenes y ornamentos. Nos dio tiempo a verlo y a recoger una hoja con rezos y letanías para el piadoso ejercicio que nos dio un niño. Y a las doce del mediodía, la hora prevista, el sacerdote exhortó a los fieles valiéndose de un megáfono portátil, tan propio de de procesiones como de manifestaciones sindicales:
"Primera Estación: Jesús es condenado a muerte."
Y ahora una mujer coge la cruz de su soporte y esa España pueblerina  a la que pertenezco por derecho propio sale detrás de ella por la puerta. El grupo va rodeando la iglesia haciendo paradas de vez en cuando. Aquí todo es auténtico. No hay turistas, no hay mirones. Solo tal vez nosotros que hasta hacemos fotos con cierto disimulo pero nos creemos perdonados por el respeto y la comprensión.

Cruz, sacerdote y pueblo llegamos hasta la plaza y, delante del monumento al santo paisano, se reza otra estación del Viacrucis. Pero hete aquí que algo importante llama mi atención. Algo muy importante: una tiendecita donde se pueden comprar recuerdos. Así que, impenitentemente, abandonamos la procesión, entramos en el local y allí encontramos una especie de supermercado de supervivencia con algunas latas de conserva, cartones de leche, pan y poco más. Pero como la comida estaba asegurada y gratis en casa de mis cuñadas, atendí a los regalitos que gozaban del mismo aire de austeridad castellana que las estanterías alimentarias. Pude, no obstante, comprar una pegatina y un imán con la imagen del santo y, por 6 euros, una botella que contenía una especie de bebedizo aunque las señas de identidad dijesen que era una bebida refrescante de zumo de manzana. Me congratulé de que aquello estuviese hecho en la murciana Jumilla, pero me supo cuasi a blasfemia que, tan cerca de la imagen del santo, se hiciese constar que, entre los ingredientes, figuraban el acidulante E-330 y los conservantes E-202 y E-211. Sé que ésto es por imperativo legal, para evitar ir a galeras, por lo que disculpé a los tan industriosos como beatos amigos de las Bodegas Delampa. Pero la verdadera maravilla consiste en que el vidrio de la botella es opaco, como alabastrino, salvo en una especie de ventana conventual. Diametralmente opuesta, se encuentra la imagen de San Juan de la Cruz que puede observarse así por transparencia. El efecto es inenarrable. El gozo sería completo si hubiese podido comprar también un mechero, bien de oro, bien de plata (hago gracia de los conocidos ripios) con la venerada imagen pero no los había, aunque si unos Clipper estándar.

Cargados con la botella, dimos un breve paseo por el pueblo, pasamos por el cementerio y un solar baldío con los restos de un camión Barreiros, alcanzamos a rezar la última estación del Viacrucis y nos tomamos un café en el único bar local que vimos abierto. Los parroquianos comentaban algo de Medina del Campo que no alcancé a comprender por lo que me salí a la calle y, bajo los nubarrones amenazantes, fumé el cigarrillo de la pasión. Y vuelta a los campos de La Moraña y vuelta a la autovía para llegar a Salamanca justo a la hora del aperitivo. Respeté escrupulosamente la abstinencia y me acogí a unos mejillones que van bien con el cigales, clarete y fresquito. Y recito para mis adentros entre sorbo y sorbo, paladeando poesía y vino con igual devoción, transido de tierra hermosa y de los versos de sus grandes amadores:
"A zaga de tu huella,
las jóvenes discurran al camino;
al toque de centella,
al adobado vino,
emisiones de bálsamo divino.                  
  En la interior bodega
de mi amado bebí, y cuando salía,
por toda aquesta vega,
ya cosa no sabía
y el ganado perdí que antes seguía."
Y en tan beatífico estado de gracia, hubo charla con las cuñadas, comida y siesta. Por éso este post se escribe con tanto retraso. Y aquí paz y después gloria.