miércoles, 5 de febrero de 2014

Meticulosidad.


Serían las diez de la mañana cuando te avisaron sus parientes y ya todo el día estuviste intranquilo. Sabías que no podías hacer nada. Era un problema para la policía y, posiblemente, no habría más remedio que llamar a los loqueros. Aunque quizás tu lo convencieras. En todo caso, tendrías que ir. Luego -pensaste- más tarde, hay que dejar tiempo. El tiempo, a veces, soluciona las cosas. Pero sabías también que otras veces no. Lo más seguro es que tuvieras que intervenir y tu siempre eras meticuloso y exacto en tu trabajo.

Esperaste una llamada que no llegó, una voz que te dijera que todo se había resuelto pero no la oíste. Sobre las dos de la tarde comprendiste que no podías esperar más. Te cercioraste de que, después de tanto tiempo, algunas ampollas del producto seguían en el maletín. Con tu meticulosidad, comprobaste que la jeringuilla y la aguja no habían pasado la fecha en la que se garantiza su esterilidad pero, en esta ocasión, tus escrúpulos te hicieron sonreír cínicamente. No te importó mirar la caducidad de las ampollas. Sabías de sobra que esas cosas, como la maldad o la locura, no caducan nunca.

Cogiste el coche y recorriste el tramo que te separaba de la casa. Con dos ruedas sobre la acera, inclinado y con el portón abierto, esperaba el furgón de la funeraria. Viste también al patrullero de la policía y a un grupo de vecinos expectantes. Aparcaste donde pudiste y se te acercaron dos parientes y un agente uniformado.
- Sigue dentro -te informaron- no hay quien le convenza de que su madre está muerta. Dice que solo está débil, que necesita un vaso de leche... No nos atrevemos a sacarla por lo que pueda hacer él...
Tu respiraste hondo pero tranquilo.
- Voy a entrar. Creo que lo podré solucionar...
- Tenga cuidado, por favor - te dijo el policía - si lo nota agresivo, grite y nosotros entraremos también.
- Gracias, agente, pero no se preocupe: no habrá ningún problema.

Empujaste la puerta sintiendo los ojos de los mirones clavados en tu espalda. Conocías la casa y sabias que estaban en el primer cuarto a la derecha. Entraste y viste a la vieja muerta en su cama. A los pies estaba él. A pesar de la penumbra de la ventana cerrada, lo distinguiste perfectamente, erguido, hierático, con los brazos cruzados y la mirada perdida. Intuiste que no eran necesarios los preámbulos.
- Voy a reconocerla, P., pero está muerta.
Lo hiciste concienzudamente, como te habían enseñado en la Facultad. Luego miraste al hombre y le repetiste:
- Está muerta, P. ¿No lo comprendes? Hay que llevársela...Los de la funeraria están fuera...
- No. Solo está débil. Necesita un vaso de leche. Con eso se reanimará.
- Está muerta, P. -dijiste por tercera vez- ¡Mírala, tócala...! Está fría y rígida. No respira, su corazón no late. ¡Mira el color de su cara, mírale los ojos...los ojos!
- ¿Cómo puede estar usted tan seguro? No me creo lo que dice...

No tenías más remedio que actuar. Lo que ibas a hacer no la aprendiste en la Facultad. Te la enseñó aquel hombre viejo y huido cuando tu eras joven y te gustaba coquetear con lo desconocido y peligroso. Sacaste del maletín la jeringa, la larga aguja y luego la ampolla de fenol. 10 cc. habían sido suficientes para los desgraciados del campo de exterminio. Sobre el cadáver de la vieja buscaste el cuarto espacio intercostal izquierdo, hiciste la punción junto al esternón e inyectaste con lentitud el líquido. Te cercioraste de que él te viera hacer y comprendiese.
- ¿Has visto lo que he hecho? Ya no debes tener ninguna duda...
Él te miró, asintió con la cabeza y pareció quedarse tranquilo. Entonces, como si hubiese estado preparado de antemano, la puerta de la casa se volvió a abrir y en la habitación entraron los dos loqueros.
- Vente con nosotros, P. Es mejor que te vea Doña Julia.
Obedientemente, les hizo caso y se colocó entre los dos sin ningún gesto extraño. Tu respiraste tranquilo, recogiste tu maletín y volviste a salir a la calle.
- ¿Lo ve, agente?- le dijiste al policía- Ya le dije que no iba a haber ningún problema.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Sangre encebollada.



Desde la primera tarde que la vio, detrás del mostrador del restaurante económico, a David le gustó Nancy. Él tenía costumbre de ir a aquel sitio a cenar casi todos los días. Poco a poco, empezaron a tener una amistad de circunstancias. David se enteró pronto de que Nancy estaba casada desde muy joven con un compatriota y que tenían dos hijos que, de momento, seguían en su país. El marido era una especie de chico de los recados así que se le veía poco por el local. La mujer oficiaba en la cocina pero aparecía frecuentemente por la barra para traer y llevar las fuentes de comida que se mostraban en el expositor. Había aprendido a preparar como nadie la sangre encebollada, una de las especialidades de la casa.

Algunas noches, David coincidía con A., un hombre ya entrado en los setenta. A. miraba con lujuria a Nancy pero le reconoció a su amigo que ya no estaba para nada. Por eso le instigaba a él: “...tú que eres joven, tu que puedes, yo ya no tengo más remedio que conformarme con la sangre encebollada...” Nancy les servía el platito a los dos con una sonrisa insinuante, aquella tapa bizarra que tanto les gustaba e incluso la copa de vino.

Una noche, se les hizo tarde. Ya iban a cerrar el bar. A. sabía que el chico de los recados se había ido de viaje y no volvería hasta mañana. Fingió prisa y con una sonrisa entre ladina y siniestra, se despidió de David.
-¿Puedes acompañarme a casa? -le dijo enseguida Nancy, cuando ya solo quedaban encendidas las luces de emergencia- Hoy no está mi marido y no me puede llevar...

Hasta ahí recordaba David lo que pasó cuando, al anochecer siguiente acudió a la cita del restaurante económico. Estaba deseando volver a ver a Nancy pero, para su sorpresa, vio que el chico de los recados merodeaba por la barra.
-Me ha dicho mi mujer que ibas a venir y te ha preparado la sangre encebollada.
David encontró los trozos más pequeños y un color y sabor extraños pero no le dio mayor importancia. Él lo que quería era ver aparecer a la chica pero disimuló. Al rato, el chico de los recados le dijo:
-Pasa a la cocina. Nancy quiere hablar contigo

Pero no se detuvieron en los fogones y entraron hasta un cubículo que hacía de almacén con un gran armario congelador. El chico de los recados se paró ante éste y abrió la puerta. Nancy, terriblemente pálida y con hielo en el pelo y las cejas, tenía un tremendo corte en el cuello. David sintió de repente la terrible nausea y el gusto de la última sangre encebollada, aquella de sabor raro, le quemó la garganta y se le vino a las narices y hasta a los  conductos de las orejas. Quiso sacar la BlackBerry para llamar a la Policía pero el brusco tirón de pelo se lo impidió. En realidad, le dolió más éste tirón que el filo del cuchillo de matarife cortando sus yugulares, su traquea y su esófago. El informe del forense diría luego que el corte había interesado la cara anterior de la 5ª vértebra cervical. Pero David tuvo aun tiempo para preguntarse con ironía como le sentaría a A. la sangre encebollada de aquella noche. 

jueves, 17 de octubre de 2013

Dos puertas.


Subiste los dos tramos de escalera con bastante agilidad para tu edad. Pero ahora te enfrentabas a la duda. Ya antes de entrar en el edificio, sabias que tu objetivo estaba en la segunda planta, pero no recordabas la letra. Tenias la buena costumbre de memorizar estos detalles, evitando papeles y posibles pistas. Pensabas que, una vez en el rellano, tu memoria y tu instinto te harían reconocer la puerta correcta, pero no fue así. Bajaste hasta la entrada. Habías visto allí unos niños jugando. No te gustaba la cercanía de éstos mientras trabajabas pero tu eres un profesional experimentado y asumes estos detalles.

Le diste a los críos un nombre pero no acertaron a responderte. Te dijeron un par de alias que no conocías. Quien te encargó el trabajo debería haberte facilitado este detalle, pensaste. Sobre todo, sabiendo que te enviaban a un barrio donde todos se llaman por el mote. Volviste a subir los dos tramos de escalera, oscuros y húmedos. Tenias dos puertas ante ti casi iguales. Una más clara y otra de un color caoba improcedente. Las dos con sus mirillas vidriosas. En cuanto llamaras al timbre, un ojo te escudriñaría por ella. Si te equivocabas y te reconocían, estabas perdido.

No tenías mucho tiempo para pensar. Tu intuición, de la que tanto presumes y que tantas veces te había sacado del peligro, no te ayudaba. Acariciaste tu arma para tratar de conseguir confianza y, por fin, te decidiste. Llamaste a un timbre y, casi al momento, el ojo rastreó la mirilla. Te abrió una mujer.
- Carmen...¿es aquí?
- No, Don Manuel, es ahí enfrente...pero ¡qué bien que haya venido usted! A mi madre le ha dado un trastorno. Íbamos a llamar a la ambulancia pero...ya que está usted aquí...

Te habías equivocado irremisiblemente. Cuando desenfundaste tu Littmann Master Cardiology, supiste que aquella mañana el café te lo tomarías frío.

miércoles, 2 de octubre de 2013

El estilete romo.


Te gustaba acariciar el estilete romo mientras pensabas o, incluso, si estabas aburrido. Lo hacías girar entre los dedos o recorrer pequeños tramos sobre la mesa. Era un instrumento sencillo pero útil que te servía para ver dentro de las heridas. En cambio, aquella noche en el bar jugueteabas con el vaso de vino esperando que llegaran un par de amigos. Cuando éstos aparecieron, empezó también a llover pero no fue obstáculo para que la conversación se animara y las rondas se sucedieran.

Pasada la medianoche, la lluvia arreció y empezó la tormenta. Al primer trueno se fue la luz como pasaba siempre en el pueblo. Os quedasteis de pronto a oscuras pero el camarero estaba acostumbrado a encontrar el petromax en estas condiciones sin más ayuda que la llama del mechero. Encendió el aparato y lo colocó sobre el mostrador, junto a las botellas. La iluminación se hizo tenue, con sombras alargadas y fantasmales. Tan tenue que permitía que el resplandor de los relámpagos se metiera por la ventana y centelleara en los vasos que seguían su ritmo impertérrito.

Uno de los amigos se asomó para ver caer la lluvia y sentir su estrépito. El reloj de la torre de la iglesia dio una campañada. Y de pronto un "¡mira...mira...! espantado os alarmó. Fuisteis todos a la puerta para ver como dos sombras negras cruzaban la plaza bajo el desplome del agua. Dos mujeres de riguroso luto, cogidas del brazo, con pañuelos en la cabeza, con faldones empapados, iban a buscar a alguien. Fue peor el relámpago que os sacudió el espinazo que el que chasqueó en el cielo. Un miedo irracional, el espasmo de lo inevitable hizo que el camarero bajara la mecha del petromax y vosotros os fuerais corriendo asegurando que mañana pagaríais.

Ya en casa, te dejaste caer en el sillón. Estabas seguro de que pronto tendrías visita pero el sopor del vino hizo que te adormilaras. No recuerdas cuanto tiempo pasó hasta que los aldabonazos en la puerta te despertaron. Al abrir, te encontraste con la pareja de la Guardia Civil. Traían los capotes chorreando agua y las gotas de lluvia resbalaban por el charol de los tricornios, por los mosquetones y por sus narices. Es mejor que no haya intermediarios, pensaste.
- No hemos tenido más remedio que llamarte a estas horas, te dijeron, ha pasado algo gordo.

Mecánicamente, te pusiste el chaquetón y cogiste tu maletín de primeros auxilios. Pero, en esta ocasión, sabias que solo ibas a necesitar el estilete romo. Las heridas de los navajazos son angostas pero lo suficientemente profundas.

jueves, 12 de septiembre de 2013

La lista.


Pudiste ver la cabeza del Dictador, clavada en una pica, en la explanada del que fue su palacio. El populacho la rodeaba, con burlas y carcajadas. No te gustaban estas cosas pero comprendías que la Revolución tenia un inevitable lado oscuro. Hubieses preferido un juicio, aunque solo fuese un simulacro. Sabías también que, en los calabozos habilitados sobre la marcha, un grupo de colaboradores del régimen caído esperaba el fusilamiento de mañana. El Líder tuvo buen cuidado de anotar sus nombres en los distintos momentos de la lucha y te habías dado cuenta de como guardaba la lista en un bolsillo de su guerrera.

Tu eras una especie de ideólogo y aunque empuñaste el fusil codo a codo con él, representabas el ímpetu de construir una sociedad nueva, pacifica e igualitaria. Y era en ésto en lo que debías pensar y no en los desgraciados que, irremisiblemente, morirían al amanecer. Querías hablar, antes de irte a dormir, con tu compañero y jefe. Había que ir pensando en constituir, con urgencia, una especie de gobierno provisional.

Camino de su improvisado despacho, te dejaste seducir por algunas ideas de gloria. Era justo que ahora ocupases un puesto elevado. Llamaste a la puerta y no contestó nadie. Con la confianza de los años compartidos, entraste en el despacho. Te diste cuenta enseguida de que el Líder había dejado la lista negra olvidada sobre la mesa. La cogiste con curiosidad y, de pronto, reparaste que el primer nombre y apellidos eran los tuyos. Soltaste una risita pensando que era una broma de mal gusto.

Pero no te dio tiempo a reaccionar. Los cinco hombres que te buscaban irrumpieron de golpe en el despacho. Te inmovilizaron, te ataron las manos a la espalda y te vendaron los ojos. Intuiste que la venda no te la quitarían hasta mañana, después del tiro de gracia. Pero, antes de quedarte ciego para siempre, pudiste ver entre tus captores a tres miembros de la odiada policía política. Entonces comprendiste lo torpe que habías sido y que tu error no tenía ya solución.