domingo, 28 de agosto de 2011

La gobernanta y el servicio de habitaciones.


Por encima de la catedral gótica y del museo local. Más allá del casco antiguo y del castillo de empinada subida. Más complicado que el desierto o el bosque. Nada que ver con palacios reales o arcos del triunfo. Moviendo a la evocación como no lo hace el mar tempestuoso o el amanecer en las montañas. Mucho más deseable que la comida en el famoso restaurante, el cuadro estrella,la alta torre, la playa de arena dorada, las luces de la gran ciudad o el cocktail en el local de lujo, es disponer de un buen servicio de habitaciones: toallas, sábanas, jabón y papel higiénico.
No recuerdo exactamente cuando vine al conocimiento de la figura de la gobernanta. Pero puedo decir que esta institución hotelera ha pasado de ser poco más que una entelequia a convertirse casi en la persona más importante cuando viajo y debo alojarme en un hotel. Mientras escribo, me ha venido a las mientes, mi estancia en Madrid hará unos 33 años para preparar las oposiciones que, una vez superadas con gloria, dieron conmigo en cuerpo y alma en la sanidad estatal y en la espesez del funcionariado. Estuve en la capital casi dos meses y aprendí, aparte de la diversas materias médicas contenidas en varios y gruesos volúmenes, tres cosas antes inauditas para mí: el sabor de la tarta de manzana, el funcionamiento de un burger y la existencia y funciones de la gobernanta. De las dos primeras, posiblemente hable con cierta desgana, cuando venga a cuento en otro post. Son dos cosas, en su momento impactantes, pero que hoy son simple memoria deslavazada y, en todo caso, ya ampliamente superadas. En cambio la gobernanta sigue siendo un peso pesado, erguida al final de algún pasillo, velando y avizorando para que todo el establecimiento vibre a su debido ritmo.
Durante aquella estadía madrileña, me alojé en un discreto hotel de la calle Arenal, la misma calle donde tomé la primera merienda con tarta de manzana y donde tuvo lugar el primer ingreso, con bastantes prevenciones, en un Burger King. Pero lo verdaderamente importante es que, en aquel hotel, supe de la gobernanta. Yo pasaba la mayor parte del tiempo en la habitación por lo que me vi obligado a explicarles a las camareras que no era un turista, ni había venido a Madrid a olvidar algún amor y buscar otro nuevo. Mi misión en la Villa y Corte y, más en concreto en aquella sencilla habitación, era adentrarme en los saberes de los gruesos libros que les mostraba, estudiar tema por tema y hacer con cada uno de ellos una especie de resumen manuscrito que me sirviera de guía para su exposición oral ante el severo tribunal. Quedó pues la comunidad del hotel debidamente enterada de que yo era un joven médico y opositor. Yo y otro compañero que se añadió más tarde y que ocupaba una habitación próxima. Así que el conserje nos preguntaba por nuestros progresos y los camareros del comedor nos alentaban a la lucha mientras servían la sopa.
Y recuerdo, aunque brumosamente, que una señora que parecía camarerera pero que tenía un aura de supremacía, empezó a pasar todas las mañanas para cerciorarse de que todo estaba correcto, que la cama estaba debidamente hecha, que las toallas ocupaban impolutas su puesto, que no había pelusas en el suelo, que se había repuesto la dotación homeopática de jabón y champú y, lo que es más importante para mí, de papel higiénico. Hecho lo cual, se permitía consultarme sobre algún dolor, malestar o pena que la aquejase a ella o a algún familiar. Y yo le contestaba, como quiere la jerga médica, según mi leal saber y entender. Roto el hielo por la gobernanta y supongo que con la anuencia de ésta, el resto del servicio también pasaba ocasionalmente, haciendo un alto en el ruido horrible de la aspiradora, a preguntar por nuestro esfuerzo y a formular dudas sobre su salud, dudas que, en algunos casos, alcanzaban la categoría de peliagudas.
Yo entonces era muy joven y también inexperto. Ahora lamento no haber entablado una amistad más íntima con la gobernanta. Y que no se me piense mal. Lo que a mi realmente me hubiese interesado es saber cosas sobre su oficio y responsabilidad, cómo controlaba a las camareras, como se disponía que las sábanas o las toallas debían ser cambiadas, cuál era la duración presumible de la mini pastilla de jabón, quién daba la voz de alarma si el desagüe de la ducha empezaba a obstruirse, cada cuanto tiempo se limpiaban los cristales de la ventana, qué persona del servicio era la que entraba más temprano o salía más tarde, si había alguna camarera de guardia por la noche o todas se iban después de retirar el cobertor a las camas. En fin, todos estos importantísimos factores son los que me interesan y cada vez más.

Pero, repito, los recuerdos son nebulosos. Solo sé que, en aquel momento, no me importó si aquella señora era realmente la gobernanta del hotel o solo una camarera más aunque algo entrometida. Las cosas han cambiado desde entonces y ahora sí me preocupo y mucho por el servicio de habitaciones y pido al cielo que sea eficaz y correcto. Me gusta ver por las mañanas ese carrito porta todo que recorre los pasillos. Allí son sábanas y toallas, los minúsculos elementos para el aseo de los huéspedes, los productos de limpieza, el papel higiénico y, en un tiempo añorado, antes del nazismo saludable, las cajitas de cerillas con el logotipo del hotel. El caso es que, a mi llegada, me gustaría preguntar por la gobernanta, presentarme, cumplimentarla, pedirle disculpas por utilizar habitación de fumadores y ensuciar un extra y rogarle que no descuidara el suministro de papel higiénico. Y luego, a mi salida, despedirme de ella y agradecerle y encomiarle sus servicios y el de sus camareras. Pero no lo hago porque supongo que ésto resultaría extraño e inquietaría al conserje y al director.
Así que me conformo con olisquear en el carrito de las limpiadoras de mi Centro de Salud y meterme de rondón en el office. Atisbo la furgoneta de la lavandería que trae las sabanillas y las batas limpias. Y me gusta repasar la hoja de pedido donde, quien hace las veces de gobernanta de la institución, anota tanto las ampollas de adrenalina, los comprimidos de lorazepam o los frascos de betadine requeridos como los mochos de fregona, el friegasuelos, los rollos de papel-toalla y el inevitable papel higiénico, ubicuo en todo lugar donde el hombre y sus miserias tienen su asiento. Como en un buen hotel.

domingo, 21 de agosto de 2011

Del almorraque y el tocino ( y II )


Cuando yo tenía 11 o quizás 12 años, mi padre me llevó a Madrid. Aunque ya disponíamos de un 600 que volaba sobre las carreteras polvorientas, el viaje lo hicimos en un tren de vapor que nos dejó en Atocha, en la primitiva nave de estructura metálica que es hoy un supuesto jardín tropical. Por el camino de hierro, mi padre fumaba tranquilamente Celtas cortos sin boquilla en aquellos compartimentos barrocos de primera clase y me justificaba el dispendio contándome que, de joven, había tenido que ir en trenes abarrotados sin más acomodo que la plataforma, al aire libre, con sol o con frío. Y me aleccionaba con la transcendente noción de que Madrid es la gran capital de España y que, por lo tanto, debería vestir a la altura de las circunstancias. Así que, a la mañana siguiente y a pesar de ser verano, me instó a que me colocara sobre la camisa una especie de guayabera. Ataviado de tal guisa, de adolescente reviejete, mi padre me llevaba a recorridos nostálgicos por las calles y plazas que había recorrido en su juventud de estudiante militarizado de medicina. Posiblemente se le olvidó o no lo consideró importante para mí o es posible que ya no recordara su ubicación exacta pero, en todo caso, no me condujo hasta aquel restaurante en donde a él y a su tío Antonio les ofrecieron tocino de tapadillo.
Lo más seguro es que la historia me la contara mientras comía aquellos almorraques enfriados en el frigorífico de la prosperidad y adicionados de cubitos de hielo. Los tomaba con su acompañamiento de sardinas pero no por éso dejaba de instruirme sobre qué era tal la grandeza del plato que podía tomarse con jamón y, en el colmo de su esplendor, con tocino. Y aquí, tras un fundido en negro para encender un Celta corto, entraría la secuencia de cine que se abre con unas imágenes del Madrid terrible de la postguerra. Contaba mi padre de hambre y racionamiento y cómo un día fue a visitarlo, viajero desde el pueblo, su tío Antonio, hermano de mi abuelo. Hombre éste emprendedor y algo poeta, traía dinero extra en sus bolsillos lo que hizo que invitara al sobrino a una casa de comidas con ciertas ínfulas de elegante y, sobre todo, abastecida. Y seguía contando cómo, en un momento dado, el camarero iba de mesa en mesa para, sotto voce, comunicarle a los comensales la gran enhorabuena: ¡Hay tocino!...¡Hay tocino!...¡Hay tocino!...Pero yo era un niño, un adolescente bisoño todo lo más y no comprendía. Y prefería dejar a mi padre ir a dormir la siesta porque me aburría aquella historia del tocino, materia anodina y desdeñada que veía vulgarmente colocada en la despensa de mi casa y la de los amigos, en mi pueblo extremeño de matanzas invernales.

Pero ahora que soy digamos que maduro, ahora ya comprendo. Y paladeo intensamente con la memoria, el entendimiento y la voluntad aquel tocino de estraperlo, aquella delicia untuosa y salada, aquel manjar de estómagos descolgados, aquella pillería de disimulo y palabra musitada, aquel entrevero de sabores y texturas que se cortaba con navaja afilada. En realidad, no sé el fin de la historia. No sé si los dos Antonios, tío y sobrino, llegaron a encargar aquel plato extraordinario, burlado a los fiscaleros, o vieron aparecer a destiempo el bigote del sargento de la Guardia Civil. Y si lo pidieron, es arriesgado presumir si se lo presentaron sin ambages o venía camuflado en una taza de consomé.
Quede, pues, solamente para la evocación y el entusiasmo la frase mágica. La sigo pronunciando quedamente en las cenas "oficiales" cuando me escaqueo para ir furtivamente a fumar. ¡Hay tocino!...y quien comprende va y me sigue.

domingo, 14 de agosto de 2011

Del almorraque y el tocino ( I )

“En tiempo de melones, no hay sermones” dice el dicho popular. Y, en este caso, dice bien. Si al normalmente tedioso sermón, le añadimos la calor y el abaniqueo, puede resultar exasperante escuchar al speaker...o leer al bloguero. Así que no más de 5 minutos o 500 palabras, que meticulosamente cuenta el editor de textos. Pero debo hablar del almorraque y del tocino, dos historias que suelen ir paralelas en los recuerdos. Para facilitar la lectura, divido también la entrada en dos partes.
Hace un par de días, comí un rico almorraque con sus sardinas, plato veraniego, refrescante, sencillo y espléndido donde los haya. Pero no más aparecer la fuente sobre la mesa, la memoria se retrotrae 70 años, antes de que yo fuera inscrito en el Registro Civil, y me veo compelido a contar de aquel otro almorraque que se disponía a comer mi padre cuando, enhoramala, vinieron a buscarle. Debe uno imaginarse unas tres de la tarde de tórrido calor y que se está cómodamente vestido, quitado de la camisa el cuello almidonado y arremangado, en la frescura de aquella casona donde convivían los seres humanos con caballerías y gallinas. La tita Emilia, hermana de mi abuela, ya ha puesto la suculenta ensalada sobre la mesa y se revuelven en el preciado caldibache los trozos picados de tomate y pepino. Una rica comida, tomada en tranquilidad y con vino fresco, y la siesta en la habitación umbría.


Pero no. La algarada de los mozos abre la puerta y conmina al pobre comensal a que los acompañe a la tornaboda de otro amigo. Me lo contaba mi padre como yo lo cuento ahora, cómo fueron inútiles las excusas, cómo se tuvo que volver a vestir y acudir desganado a la fiesta. Allí le esperaba la tomatá, con su salsa hirviente de burbujas coloradas y espesas. Y todo ello en medio del bullicio, las risotadas y los cantes. Ignoro como terminó la tarde, si pudo retornar a la casona, a la habitación umbría y a la siesta o hubo borrachera de caras rojas y sudorosas. Creo que inventé el frigorífico para resarcir a mi padre de aquel trago infausto porque luego lo conocí tomando el almorraque previamente enfriado e incluso le añadía unos cubitos de hielo, tintineantes con la cuchara, en los que aparecía una línea de flotación sonrosada y aceitosa. Ahora, a posteriori, creo que aquellos cubitos sobraban porque aguaban el caldibache pero, posiblemente, mi padre necesitaba enfriar la memoria de la salsa caliente de aquella tomatá de su juventud.
Y así, más tranquilo, me contaba esta historia y cómo en las bodas y tornabodas se comía en grupos de una fuente común, mojando el pan en la salsa, arrebañando más o menos según la glotonería. Las presas de carne se cogían con el pulgar y el índice aparejados también con un trozo de pan. Como deferencia, a las parejas de novios le ponían un plato para los dos solos y hasta les daban un tenedor.
De esta forma, el almorraque veraniego con su sardinas que tanto celebro ha quedado unido indefectiblemente a las ocasiones perdidas y a lo que pudo ser y no fue. Almorraque fresco versus tomatá caliente. That’s the question.

domingo, 7 de agosto de 2011

Sin Wi-Fi en el Polo Sur.

Pero ¿a quién se le ocurre pelearse por llegar el primero al Polo Sur? Ni siquiera la mucha calor que se siente recorriendo ahora la carretera de Santa Catalina, hace que me entren ganas de estar bajo una ventisca a 50º bajo cero. No, realmente no se me ha perdido nada en el Polo Sur y, aunque patriota, creo que es digno de perdón que no me ilusione plantar la bandera española en tan estratégico punto. Ni siquiera me conmueve la curiosidad de ver si es verdad que el planeta Tierra está ligeramente achatado por los polos como decían los libros escolares. Ignoro si ahora vendrá esta misma información en  la asignatura llamada “Conocimiento del Medio” porque la Enciclopedia Álvarez de mi infancia estaba escrita con la fe del iluminado y se supone que estos modernos libros reflejan conocimientos científicos. Pero ¿cómo se puede saber exactamente que el planeta Tierra está achatado por los polos?
Me acuerdo de todo ésto porque he estado un par de días sin Wi-Fi y sin la onda 3G del iPad, ésto es casi sin Internet y casi sin comunicación con los habitantes de ese planeta Tierra que se supone achatado por los polos. Y digo casi porque quedaba un hilo de conexión, la BlackBerry a donde seguían llegando los e-mails y las notificaciones del Facebook. Y ahí, en el smartphone, pensaba que tendría que escribir esta entrada aunque fuese testimonial porque no deja de ser farragoso escribir largos textos con el tecladito de la leche. Y esta sensación de hombre perdido me ha hecho rememorar al explorador Scott, agotado, hambriento, casi congelado en el glaciar junto con sus hombres pero que seguía impertérrito escribiendo su diario y sus cartas aun a sabiendas de que le esperaba la muerte pronto e inevitablemente.
Naturalmente que hay mucha diferencia entre el capitán Scott y yo. Yo tengo calor y el tenía mucho frío, yo tengo el frigorífico abastecido y a él se le acabó la carne de caballos mongoles, ellos encontraron vacíos los contenedores de combustible y a mi me llega perfectamente el fluido eléctrico para el aire acondicionado. Por éso, tengo ganas de darle al Mac mientras espero la hora del aperitivo. Además, Scott seguía anotando en su diario datos científicos y meteorológicos. Si hubiera sido yo, me hubiera limitado a cagarme en la madre que parió a Amundsen que se había adelantado y había plantado la bandera noruega en el Polo Sur un mes antes de que llegaran los ingleses. Y allí se la encontraron. No se lo que su flema les permitiría decir pero me malicio que algún exabrupto saldría de sus labios. También he leído que Amundsen utilizó perros en su expedición. Salió de la base con muchos y los fue alimentando con el sencillo procedimiento de ir sacrificando a unos para que sirviera de comida a los demás, cosa que a Scott le resultaba inaceptable. Pero, en fin, yo no entro en las pendencias entre los dos porque para éso habría que usar levita ni se me ocurren disquisiciones sobre la mejor estrategia para desplazarse por el territorio antártico.
Yo aquí, cómodamente sentado en mi bodega, escribo esta entrada. Pero sí, sí hay algo de aquel diario que Scott seguía escribiendo a ultranza. Queda esa indudable manía de los humanos a comunicarnos, a contar cosas, a que nos escuchen aunque la tinta se hiele o el ordenador no nos responda. Scott, a la postre, tuvo suerte: se encontró lo escrito, se leyó y ahora el diario se expone como pieza de museo. A otros muchos, nadie les hace caso, a nadie le interesan lo que cuentan. Realmente los hay que somos plastas pero también es un fastidio tener que ir al Polo Sur y morir de inanición al regreso para ser escuchado.
Por lo que a mi respecta, me conformo con llegar el primero al Centro de Salud haga frío (poco) o calor (bastante). Muchas veces no lo consigo pero es un razonable empeño de la agradable cotidianidad.