Posiblemente, nunca olvide la compra de aquellos zapatos marrones. Recuerdo bien que era por este tiempo, comienzos del verano, y yo fui al El Corte Inglés y me estuve probando unos zapatos cómodos y elegantemente sportives, unos zapatos hechos para andar sobre el mármol, la moqueta, el parquet o, en todo caso, el linóleo del gran almacén que forman parte de mi salvaje hábitat habitual. Me encontré, desde un principio, a gusto con aquel calzado pero, para evitar falsas apreciaciones, me los probé concienzudamente y até y desaté sus cordoneras y, al final, los compré. El caso es que, junto a mi, otro cliente se interesaba por unas veraniegas sandalias. Sin duda, planeaba sus vacaciones y había encontrado un calzado idóneo para la playa, el senderismo y los atascos de las carreteras. Pero no se encontraba satisfecho y exponía sus quejas. En realidad, no hacía falta estar en su pellejo porque cualquier observador imparcial podía apreciar fácilmente que aquellas sandalias, aquellas tiras inclementes, le laceraban todos los milímetros de su pie. Así se lo decía al dependiente que contraatacaba con el cuento de que, cuando se acomodase a ellas después de unos días de usarlas, se encontraría comodísimo. Yo sabía que no, que iba a pasar un mal verano, que cada frenazo en la autovía le iba a costar un gran dolor del dedo meñique y que, cuando se echase a andar por los senderos campestres, el dedo gordo y el talón iban a ser hollados por aquel cuero inadecuado. Terminamos comprándonos los dos, yo los zapatos, el compañero las sandalias. Pero yo he caminado cómodo y a gusto con ellos y el compañero con seguridad pereció en algún escondido hotel rural sin que los noticieros dieran cuenta de su muerte. Y es hasta probable que, si reparó en mi durante las probaturas, pensara: “¡Pobre señor! ¡Qué zapatos se tiene que comprar mientras que yo voy tan fresco y tan deportivo con estas sandalias!”
Hay veces que el querer adoptar un determinado look por considerarlo elegante, deportivo o acorde con la tribu a la que queremos pertenecer, puede jugarnos malas pasadas y, en el caso del calzado, malas pisadas. Paralelo a los zapatos están los calcetines. Hay quien, en verano, renuncia a ellos aduciendo que así está más fresco y cómodo. Creo que un impulsor de esta moda fue nuestro Julio Iglesias, quien, hace años, aparecía en las fotos con una especie de mocasines estilizados, de piel fina y de horma más bien estrecha. Así que los integrados se pusieron pantalones cortos y se calzaron aquellos horribles mocasines que alternaban con los llamados náuticos. Sin calcetines, claro, porque así iban frescos y cómodos, desenfadados y, por supuestos, muy guapos. Mientras tantos, los guiris seguían acudiendo al reclamo del sol de España con zapatones y unos anodinos calcetines ocres bien estirados que les llegaban a media pierna lo cual, al decir de los nacionales, era poco menos que esperpéntico.
Pero, pasados unos años, la inteligencia colectiva, la que nos iguala al hormiguero, reconoció que sin calcetines se va incomodísmo, que los estilizados mocasines, los náuticos que nunca pisaron la cubierta de un yate o las sandalias peregrinas de los senderos, directamente aplicados al pie, acaban escoriándolo, rozándolo y hollándolo. Pero la alternativa, a juicio del mismo inconsciente colectivo, era peor ¿Cómo colocarse esos feísimos calcetines ocres que llegan hasta media pierna y perfectamente visibles si se va con pantalones cortos? Hubo solución: la muchachada echó mano a los minicalcetines, tanto ellos como ellas.
Aparecidos ya en los gimnasios y otros lugares de similar culto, se trata de un calcetín prácticamente desprovisto de la parte de la pierna. Llegan, a lo sumo, a la zona inferior de los tobillos. En realidad, el objetivo es escamotearlos totalmente, que queden ocultos por el calzado. Con ésto se lograría llevar el pie protegido y evitar la fealdad foránea de los calcetines estirados. A mi modo de ver, este objetivo no se ha conseguido en absoluto. Faltos de un buen agarre, los minicalcetines son comidos por el pie tras un corto paseo. Quedan así en inestable inclinación, con la parte trasera remetida en el talón del zapato lo que hace presuponer arrugas, roces e incomodidad. Ésto, en primera instancia, nos retrotrae a la postguerra, a aquellos pobres y tristes calcetines sin elástico, que acababan irremisiblemente arrugados y posteriormente enrollados en el pie, calcetines rotos, con “tomates” y luego zurcidos. Y ahora, en la actualidad, la estética es deleznable. Ya pueden llevarse unos buenos bambos, unas zapatillas Converse o unos casual shoes. Ese dedo de tela asomando es atrozmente feo, con la fealdad de lo cursi, lo antinatural y lo afectado.
Así que, aunque en plan muy informal lleve calzonas, no me dejo de poner las veraniegas sandalias con unos hermosos calcetines que me estiro meticulosamente para que me cubran las piernas. Así debe de ir un caballero. Y además voy cómodo, dispuesto para sobrevir a la aventura playera, con mi traje de baño de vivos colores, mi camisa hawaiana de flores, las gafas de sol y una gorra militar que le cambié por un paquete de tabaco picado a un desertor sudista cuando hacia las veces de cirujano en Gettysburg y corté mi primera pierna gangrenada.
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