Sin pasar por la carretera de Santa Catalina, ya que no había necesidad geográfica ni cartográfica, nos fuimos de excursión a la zona de Níjar y el cabo de Gata. Hasta allí, hay algo más de 200 km. lo que ya justifica la pernocta in situ. Son diferencias conyugales que se han mostrado perfectamente salvables. Mi mujer es amiga de giras familiares que incluyen el bocadillo campestre para volver a la caída de la tarde, cansados pero felices, en todo caso, aperreados. Yo, en cambio, prefiero la buena comida, el hotel, la siesta, la vida nocturna lugareña y regresar a la mañana siguiente con la fresca. Tácitamente hemos establecido un límite de 100 millas a la redonda, traspasado el cual, ya me es dado poder reservar una habitación. En este caso, cumplido el requisito legal, la noche se pasaría en San José. De todas formas, escogí un hotel mesocrático y económico pero con desayuno incluido y buen restaurante. En la discreta habitación me llevé la grata sorpresa de que junto al water había una escobilla, cosa comentada en la entrada anterior de este blog. Más aun: el lavabo era sencillo y exento, sin ese reborde marmóreo que hace las veces de recogemierdas, de superficie para minicharchos donde se rehoga la pastilla de jabón y de recogegallinazos de espuma de afeitar. Llenos, pues de satisfacción y correctamente aseados, nos vestimos de guapo para cenar. En una mesa larga de al lado, un grupo de ingleses aparentemente unidos por un nexo religioso, comían y bebían morigeradamente.
Sin embargo, el objetivo del viaje (porque todo viaje debe de tener un objetivo y si no lo mejor es quedarse en casa) no era gozar de este sensato hotel. Se trataba de visitar el Cortijo del Fraile. Vine al conocimiento de éste leyendo un blog al que llegue por las casualidades de Internet y del cual, a pesar del favor que me hizo, he olvidado título y autor. Me atrajeron poderosamente estas ya cuasi ruinas y más cuando me enteré del crimen pasional al que están unidas, el que sirvió de inspiración a García Lorca para sus “Bodas de Sangre”. El hecho de que, tanto el cortijo como los campos y pueblos de la zona, hayan servido de escenario para muchas películas “del oeste”, le puso ya la guinda al pastel. Así que, pasado Los Albaricoques, en cuya era se rodó el duelo final de “La muerte tenía un precio”, se toma una pista de tierra y recorriendo paisajes de extrema belleza, se llega hasta el cortijo. Aquí hay que pararse un buen rato y pasear con calma por fuera y por dentro aun a riesgo de que se te caiga un cascote o una viga en la cabeza.
Pero sobre todo, mientras se van haciendo las fotos de rigor, debe uno imaginarse como sería la vida hace 100 años en un lugar así. Vida, sin duda, miserable y dura. Muchos jornaleros, muchos sirvientes para un amo. Días anodinos que pasaban uno igual a otro, con mucho trabajo y ninguna esperanza. Y, dentro de éso, afortunado el que tuviera la comida y un camastro para dormir asegurados. Pocas alegrías y si acaso aquella boda desafortunada que terminó con sangre. Hay que imaginarse este viento inclemente y pertinaz soplando en los oídos ideas disparatadas y malos pensamientos. He leído, buscando información, que hay protestas por el estado de abandono del Cortijo del Fraile que sigue siendo propiedad particular. No sé. Quizás sea mejor así. Disfrutar la visita mientras podamos y luego la ruina total y el olvido. Su intrínseca naturaleza, de señoritos y siervos, es, afortunadamente, impensable en la actualidad. Queda que el político culturilla y el mecenas coca-cola, ensanche y asfalte las pistas de tierra, restaure el edificio y coloque enfrente la cafetería-restaurante “Bodas de Sangre”. Así podrán llegar hasta él las bandadas de domingueros, los autobuses de la tercera edad y las excursiones escolares para disfrutar de esos tediosos dioramas y de esas plúmbeas presentaciones audiovisuales donde se les enseña todo a los carentes de imaginación.
Yo he tenido la suerte de conocer el monumento antes de su total ruina física o de su ruina espiritual de chiringuito animado, de recorrerlo detenidamente coincidiendo con una simpática pareja de jóvenes que llegaron en bicicleta, de rezar desacralizadamente en la destartalada capilla por jornaleros y señoritos, por monjes y pecadores, por asesinos y víctimas, por el malo, el feo y el bueno, de fantasear con los fantasmas, de preguntarme que cuerpos ocuparían esos nichos hoy vacíos y aterradores, de detenerme ante la escalera que subiría a alcobas de deseo y de fumarme un cigarrillo pausado a su sombra mirando piedras descarnadas y grietas amenazantes.
Luego el chico de la bicicleta sacó de la mochila el mapa, lo orientó como buen trotamundos y me señaló con la mano hacia el este. Por allí tuvimos que coger la pista que, ahora de más piedra que tierra, nos llevó hasta las minas de oro de Rodalquilar y, ya por carretera, hasta San José y su hotel mesocrático.Y a la hora de la cena, me apliqué a la carne y al vino olvidándome de los fantasmas, de las novias infieles y de los cazadores de recompensa, tipos duros que pueden fumar y disparar al mismo tiempo, porque tampoco hay que darle demasiadas vueltas a las cosas. Pero como la carne y el vino nos llevan al egoísmo, tengo un último recuerdo antes de dormir para los médicos que fueron al Cortijo del Fraile, para los que recorrieron en caballerías aquellos caminos, para los que atendieron -quiero pensar que por igual - al amo y al criado. Y también para los de ahora, posiblemente con malas condiciones de trabajo, sobresaturados, burocratizados y con los mismos vientos de desesperanza soplando en los oídos. ¡Ánimo, compañeros! les dije. Y me dormí.
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