Para los teóricos del carnet de conducir era un quebradero de cabeza: si la raya discontinua está de tu lado y la continua al otro ¿se puede adelantar o no? Cuando yo obtuve dicho carnet era una discusión idealista pues las carreteras locales y aun comarcanas por las que circulábamos, carecían de señalización horizontal. Más aun, estaban sin asfaltar y los coches levantaban molestas polvaredas en su tránsito lo que hizo que mi padre colocase, sobre el filtro del aire del 600, una femenina y sexi media para reforzar las propiedades depurativas del artilugio. De todas formas, nos afanábamos en darle una respuesta coherente al enigma, una respuesta que solo admitía, en plan binario, un si o un no. Según ésto, los que iniciaban su intervención en el debate con un “depende” o con un “según los casos”, eran rápidamente desposeídos de la palabra por el innato moderador. Eso sí: el si o el no rotundo debían de ir seguidos del argumento lógico en el que se basaba el aserto o, en todo caso, de una regla mnemotécnica que hiciese fácil recordar la respuesta correcta para el duro examen que se avecinaba. Y había quien, de manera rústica, construía todo un algoritmo, un transcendente árbol de decisiones que ayudaba a tomar la adecuada en cada ocasión. Era el triunfo de la ciencia metódica y razonada, aunque fuese por intrincados y palurdos caminos, sobre la intuición. Sigo viendo este vicio en los libros, folletos y sesiones clínicas del saber médico donde muchas veces se presenta un tan complejo como prolijo algoritmo, imposible de memorizar y difícl de seguir en su curso. Algoritmos que, como la torre Eiffel de palillos de la que hablaremos algún día, constituyen un muy buen ejercicio para el que los hace pero un tedio para el que tiene que admirarlos.
Digo que, durante mi niñez y juventud, no había señalización horizontal en las carreteras ni en las calles por las que yo iba. Solo recuerdo los pasos de cebra de Sevilla que era la metrópolis mas cercana. Porque entonces se llamaban así y no paso de peatones y las franjas coloreadas estaban pintadas de amarillo. Y amarillas eran las primeras líneas que aparecieron sobre el moderno y funcional asfalto cuando éste se esparció sobre el añejo polvo de las carretas. La señalización horizontal la tengo asociada al desarrollo social, al despegue de los pueblos, a la profusión de coches de la modernidad, a los centros comerciales, a los viajes largos y a los viaductos de las autovías. Porque señalización vertical si había, poca, pero la había, normalmente no sobre postes metálicos sino pegada a la pared blanqueada de las casas, como los azulejos del anuncio del nitrato de Chile. Luego las rayas, flechas y pintadas se hicieron blancas y a los pasos de cebra se les denominó pasos de peatones y así llegamos a nuestros días. Incluso tenemos el gran logro, para minorías antaño desprotegidas, de que se pinten de azul plazas de aparcamiento con el ideograma del minusválido.
Así que me gusta ver la señalización horizontal. Aparentemente humilde pues, por su propia naturaleza, esta destinada a ser hollada por neumáticos de automóvil y suelas de zapato pero más inspirada, creativa y original que la vertical. No viene prefabricada y lista para instalar sino que un obrero semiartesano la tiene que plasmar sobre el asfalto, dándole la adecuada proporción a las partes de la flecha para que se vean en perspectiva desde el puesto de conducción. Y me parece que no está sujeta a tan rígidas normativas y homologaciones como las señales metálicas. A algún concejal inspirado puede ocurrírsele pintar una gallina porque por allí pasan las aves de corral con sus polluelos y hete ahí la idealizada gallina sobre el suelo. Hay unas máquinas circulantes que dibujan las rayas y las zonas blancas de los pasos de peatones los pinta con pistola un obrero. Previamente, coloca unas tiras adhesivas que delimitan los grandes rectángulos. Es de admiración cuando estas tiras se levantan y ahí quedan relucientes y con exacta geometría las partes blancas y las de puro asfalto en un equitativo reparto de la tierra. Y hacia la lejanía de la calle la blanca mediana acompañada por la línea amarilla que impide convencionalmente el aparcamiento o bien por las blancas que ofertan y delimitan codiciados huecos.
Y si el viajero llega hasta la rotonda de El Alias, al final de la carretera de Santa Catalina, las líneas blancas le llevarán indefectiblemente hasta París o incluso hasta Vilna, la capital de Lituania, donde hay Wi-Fi en todo el casco antiguo, según leí hace poco. Pero dejémoslo estar y quedémonos a comprar la baguette y quizás unos pasteles para el postre dominical en Vázquez y luego cruzar el paso de peatones hasta El Charco, último obstáculo para el cigarrillo tibio de la incipiente primavera aunque sea junto a esa fuente, cansina y municipal, que ahora exorna la plaza.
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