Cuando yo tenía 11 o quizás 12 años, mi padre me llevó a Madrid. Aunque ya disponíamos de un 600 que volaba sobre las carreteras polvorientas, el viaje lo hicimos en un tren de vapor que nos dejó en Atocha, en la primitiva nave de estructura metálica que es hoy un supuesto jardín tropical. Por el camino de hierro, mi padre fumaba tranquilamente Celtas cortos sin boquilla en aquellos compartimentos barrocos de primera clase y me justificaba el dispendio contándome que, de joven, había tenido que ir en trenes abarrotados sin más acomodo que la plataforma, al aire libre, con sol o con frío. Y me aleccionaba con la transcendente noción de que Madrid es la gran capital de España y que, por lo tanto, debería vestir a la altura de las circunstancias. Así que, a la mañana siguiente y a pesar de ser verano, me instó a que me colocara sobre la camisa una especie de guayabera. Ataviado de tal guisa, de adolescente reviejete, mi padre me llevaba a recorridos nostálgicos por las calles y plazas que había recorrido en su juventud de estudiante militarizado de medicina. Posiblemente se le olvidó o no lo consideró importante para mí o es posible que ya no recordara su ubicación exacta pero, en todo caso, no me condujo hasta aquel restaurante en donde a él y a su tío Antonio les ofrecieron tocino de tapadillo.
Lo más seguro es que la historia me la contara mientras comía aquellos almorraques enfriados en el frigorífico de la prosperidad y adicionados de cubitos de hielo. Los tomaba con su acompañamiento de sardinas pero no por éso dejaba de instruirme sobre qué era tal la grandeza del plato que podía tomarse con jamón y, en el colmo de su esplendor, con tocino. Y aquí, tras un fundido en negro para encender un Celta corto, entraría la secuencia de cine que se abre con unas imágenes del Madrid terrible de la postguerra. Contaba mi padre de hambre y racionamiento y cómo un día fue a visitarlo, viajero desde el pueblo, su tío Antonio, hermano de mi abuelo. Hombre éste emprendedor y algo poeta, traía dinero extra en sus bolsillos lo que hizo que invitara al sobrino a una casa de comidas con ciertas ínfulas de elegante y, sobre todo, abastecida. Y seguía contando cómo, en un momento dado, el camarero iba de mesa en mesa para, sotto voce, comunicarle a los comensales la gran enhorabuena: ¡Hay tocino!...¡Hay tocino!...¡Hay tocino!...Pero yo era un niño, un adolescente bisoño todo lo más y no comprendía. Y prefería dejar a mi padre ir a dormir la siesta porque me aburría aquella historia del tocino, materia anodina y desdeñada que veía vulgarmente colocada en la despensa de mi casa y la de los amigos, en mi pueblo extremeño de matanzas invernales.
Pero ahora que soy digamos que maduro, ahora ya comprendo. Y paladeo intensamente con la memoria, el entendimiento y la voluntad aquel tocino de estraperlo, aquella delicia untuosa y salada, aquel manjar de estómagos descolgados, aquella pillería de disimulo y palabra musitada, aquel entrevero de sabores y texturas que se cortaba con navaja afilada. En realidad, no sé el fin de la historia. No sé si los dos Antonios, tío y sobrino, llegaron a encargar aquel plato extraordinario, burlado a los fiscaleros, o vieron aparecer a destiempo el bigote del sargento de la Guardia Civil. Y si lo pidieron, es arriesgado presumir si se lo presentaron sin ambages o venía camuflado en una taza de consomé.
Quede, pues, solamente para la evocación y el entusiasmo la frase mágica. La sigo pronunciando quedamente en las cenas "oficiales" cuando me escaqueo para ir furtivamente a fumar. ¡Hay tocino!...y quien comprende va y me sigue.
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