“En tiempo de melones, no hay sermones” dice el dicho popular. Y, en este caso, dice bien. Si al normalmente tedioso sermón, le añadimos la calor y el abaniqueo, puede resultar exasperante escuchar al speaker...o leer al bloguero. Así que no más de 5 minutos o 500 palabras, que meticulosamente cuenta el editor de textos. Pero debo hablar del almorraque y del tocino, dos historias que suelen ir paralelas en los recuerdos. Para facilitar la lectura, divido también la entrada en dos partes.
Hace un par de días, comí un rico almorraque con sus sardinas, plato veraniego, refrescante, sencillo y espléndido donde los haya. Pero no más aparecer la fuente sobre la mesa, la memoria se retrotrae 70 años, antes de que yo fuera inscrito en el Registro Civil, y me veo compelido a contar de aquel otro almorraque que se disponía a comer mi padre cuando, enhoramala, vinieron a buscarle. Debe uno imaginarse unas tres de la tarde de tórrido calor y que se está cómodamente vestido, quitado de la camisa el cuello almidonado y arremangado, en la frescura de aquella casona donde convivían los seres humanos con caballerías y gallinas. La tita Emilia, hermana de mi abuela, ya ha puesto la suculenta ensalada sobre la mesa y se revuelven en el preciado caldibache los trozos picados de tomate y pepino. Una rica comida, tomada en tranquilidad y con vino fresco, y la siesta en la habitación umbría.
Pero no. La algarada de los mozos abre la puerta y conmina al pobre comensal a que los acompañe a la tornaboda de otro amigo. Me lo contaba mi padre como yo lo cuento ahora, cómo fueron inútiles las excusas, cómo se tuvo que volver a vestir y acudir desganado a la fiesta. Allí le esperaba la tomatá, con su salsa hirviente de burbujas coloradas y espesas. Y todo ello en medio del bullicio, las risotadas y los cantes. Ignoro como terminó la tarde, si pudo retornar a la casona, a la habitación umbría y a la siesta o hubo borrachera de caras rojas y sudorosas. Creo que inventé el frigorífico para resarcir a mi padre de aquel trago infausto porque luego lo conocí tomando el almorraque previamente enfriado e incluso le añadía unos cubitos de hielo, tintineantes con la cuchara, en los que aparecía una línea de flotación sonrosada y aceitosa. Ahora, a posteriori, creo que aquellos cubitos sobraban porque aguaban el caldibache pero, posiblemente, mi padre necesitaba enfriar la memoria de la salsa caliente de aquella tomatá de su juventud.
Y así, más tranquilo, me contaba esta historia y cómo en las bodas y tornabodas se comía en grupos de una fuente común, mojando el pan en la salsa, arrebañando más o menos según la glotonería. Las presas de carne se cogían con el pulgar y el índice aparejados también con un trozo de pan. Como deferencia, a las parejas de novios le ponían un plato para los dos solos y hasta les daban un tenedor.
De esta forma, el almorraque veraniego con su sardinas que tanto celebro ha quedado unido indefectiblemente a las ocasiones perdidas y a lo que pudo ser y no fue. Almorraque fresco versus tomatá caliente. That’s the question.
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