Son 50 céntimos exactos. Y en una sola y única moneda. No hay cambio y la máquina no acepta sobornos: no se le puede dar 1 euro para que se quede con la vuelta. Pero si dispones de esa moneda mágica, la barrera del parkink de “La Meseguera” se abrirá obedientemente y podrás salir airoso a la calle Mayor, rumbo a tu destino, cualquiera que éste sea. El mío es el Centro de Salud, inequivocamente siguiendo la dirección obligatoria a la derecha y todo recto. No hay pérdida y menos con ese reconfortante café mañanero, condición sine qua non para la extrema lucidez que exige la consulta.
“La Meseguera”, en la calle Mayor de La Alberca, es uno de los mejores bares y restaurantes del mundo, con su encanto de taberna del siglo XXI, añosa pero pulcra. Quizás no hay ninguna guía turística o gastronómica que avale este aserto. Pero lo digo yo y basta, siquiera sea para su ocurrencia en este blog. Aquí nos juntamos humildes obreros, mesocráticos médicos, enfermeras y empleados de la banca, políticos y directivos de las empresas públicas y la gente bien de El Verdolay. Todos en utópica camaradería. El mono y el amarillo chaleco reflectante junto a las chaquetas y las corbatas como las mías en armónica convivencia. Por unos minutos nos convertimos en buenos salvajes roussonianos compartiendo la barra de rancia madera y unidos por el café y la tostada de tomate y aceite que chorrea y unge por igual las manos aunque los de corbata tengan que echar hacia adelante cabeza y cuello para no mancharse la impoluta seda. Pero yo ya llego desayunado, así que me conformo con un café solo y me evito el engorro de la oleosa pringue.
Tiene, no obstante, “La Meseguera” un pero que, hasta ahora, ha carecido de relevancia. Dada su ubicación, en calle más bien estrecha, lejos de replacetas, de jardincitos municipales, de aceras anchas o de rincones que sean tierra de nadie, no ha montado nunca terraza. La entrada en vigor de la ley antitabaco que, como dice en todos los artículos al respecto, fue el pasado 2 de enero de 2011, fecha tan infausta como la de la decapitación de Padilla, Bravo y Maldonado, ha hecho que los gestores del negocio se las tengan que ingeniar para que los clientes fumadores puedan gozar del café o de la caña con marinera sin infringir la ley. Así que con la sola obra de allanar el suelo y dotarlo de baldosas, han habilitado una zona del parking donde caben unos 4 o 5 veladores, como recóndita y fantasiosa terracita. Un toldo playero y aun unas sombrillas, la protegen del sol que ya se va mostrando inclemente.
Yo la llamo la terraza-oasis y a ella me acojo, aunque de pie en pie, para fumar el cigarrillo que culmina el café y poder echar la ceniza en los correspondientes ceniceros dispuestos en cada mesa. La palabra oasis sugiere de inmediato un lugar paradisiaco, fresco, de vegetación exuberante y verde y abundante agua cantarina. Nada de éso hay aquí. Estamos en un amplio solar que hace las veces de parking, rodeados de asfalto mal parcheado, pintado con equidistantes rayas blancas. El paisaje son paredes medianeras de las casas cincundantes, los coches aparcados y los que entran y salen con su motor sonando y sus tubos de escape humeando. El cielo está velado por un amplio toldo hecho con una especie de malla de material plástico que proporciona una deseable sombra a vehículos y personas. El lugar parece, de entrada, inhóspito. Pero hay que pensar que el oasis está unido a la noción de espejismo.
Recuerdo que, de niño, hablabamos mucho de los espejismos. Cuando las carreteras dejaron de ser de polvo y la providencia estatal las asfaltó, hasta nosotros mismos los sufríamos viajando en un 600. En los tebeos de la época y quizás también en las películas, los personajes caminaban mucho por el desierto y, como era de esperar, se perdían. Y allí venía lo de dar vueltas por el mismo sitio, volverse a encontar con sus propias huellas una y otra vez y toda la parafernalia del cansancio extremo, el hambre y, sobre todo, la sed cuando de la cantimplora no salía más que arena. Y entonces, para más inri, aparecía el espejismo, el agua deseada y las palmeras. Ahora no se habla de este fenómeno en cuentos y narraciones. O, al menos, así me lo parece. Y mira que las comunicaciones y contactos virtuales son proclives a su existencia. Quizás sea ésto. Que seguimos perdidos en el desierto, dando otra vez vueltas, pero cómodamente sentados en casa. Y como tenemos la botella de agua al lado y la ración de pizza, no nos importa tanto sufrir la alucinación y preferimos creérnosla.
A mi entonces me hubiera gustado llegar a un oasis. Lo consideraba un sitio tan maravilloso como la playa, donde se podía uno bañar y gozar del agua. Ya he ido a la playa y la madurez me ha enseñado que de maravillosa no tiene nada. Así que me imagino que lo mismo pasará en los oasis. No dejaran de ser un secarral de arena caliente, con la sombra exigua de las palmeras, camellos que hacen sus necesidades en cualquier parte y un charco de agua sucia. Por éso, considero un verdadero oasis esta terraza de “La Meseguera”. Supongo que cualquier viajero de las autovías o de las carreteras nacionales de España, recién llegado a La Alberca tras recorrer la carretera de Santa Catalina, creería, al aparcar, estar viendo un espejismo si es que de niño gozó de aquellas aventuras de los tebeos. Y cual no será su alegría al comprobar que no, que es una realidad gozosa, una realidad de losetas, lona y mesas y sillas de plástico. Y allí puede ser el café o la caña con sangre encebollada, con zarangollo o con una albóndiga de bacalao. Y si la travesía por el desierto le ha dejado muy hambriento, hasta puede venir enhorabuena una pata de cabrito.
Y luego el cigarrillo legal observando los cactus y unas matas plantadas en el cuenco que forma el revestimiento de los garrafones de vino. Pero ¡cuidado!: que no se te embote la mente y se te olvide proveerte de la moneda de 50 céntimos, única e inexcusable. Si esto ocurriera, quedarás para siempre embrujado en ésta terraza-oasis de la que no podrás salir. Al menos, en los próximos 50.000 años.
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