miércoles, 2 de octubre de 2013

El estilete romo.


Te gustaba acariciar el estilete romo mientras pensabas o, incluso, si estabas aburrido. Lo hacías girar entre los dedos o recorrer pequeños tramos sobre la mesa. Era un instrumento sencillo pero útil que te servía para ver dentro de las heridas. En cambio, aquella noche en el bar jugueteabas con el vaso de vino esperando que llegaran un par de amigos. Cuando éstos aparecieron, empezó también a llover pero no fue obstáculo para que la conversación se animara y las rondas se sucedieran.

Pasada la medianoche, la lluvia arreció y empezó la tormenta. Al primer trueno se fue la luz como pasaba siempre en el pueblo. Os quedasteis de pronto a oscuras pero el camarero estaba acostumbrado a encontrar el petromax en estas condiciones sin más ayuda que la llama del mechero. Encendió el aparato y lo colocó sobre el mostrador, junto a las botellas. La iluminación se hizo tenue, con sombras alargadas y fantasmales. Tan tenue que permitía que el resplandor de los relámpagos se metiera por la ventana y centelleara en los vasos que seguían su ritmo impertérrito.

Uno de los amigos se asomó para ver caer la lluvia y sentir su estrépito. El reloj de la torre de la iglesia dio una campañada. Y de pronto un "¡mira...mira...! espantado os alarmó. Fuisteis todos a la puerta para ver como dos sombras negras cruzaban la plaza bajo el desplome del agua. Dos mujeres de riguroso luto, cogidas del brazo, con pañuelos en la cabeza, con faldones empapados, iban a buscar a alguien. Fue peor el relámpago que os sacudió el espinazo que el que chasqueó en el cielo. Un miedo irracional, el espasmo de lo inevitable hizo que el camarero bajara la mecha del petromax y vosotros os fuerais corriendo asegurando que mañana pagaríais.

Ya en casa, te dejaste caer en el sillón. Estabas seguro de que pronto tendrías visita pero el sopor del vino hizo que te adormilaras. No recuerdas cuanto tiempo pasó hasta que los aldabonazos en la puerta te despertaron. Al abrir, te encontraste con la pareja de la Guardia Civil. Traían los capotes chorreando agua y las gotas de lluvia resbalaban por el charol de los tricornios, por los mosquetones y por sus narices. Es mejor que no haya intermediarios, pensaste.
- No hemos tenido más remedio que llamarte a estas horas, te dijeron, ha pasado algo gordo.

Mecánicamente, te pusiste el chaquetón y cogiste tu maletín de primeros auxilios. Pero, en esta ocasión, sabias que solo ibas a necesitar el estilete romo. Las heridas de los navajazos son angostas pero lo suficientemente profundas.

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