Bien. Creo que ha quedado clara mi postura. Tolerante, sí. Fumador irredento, también. Y quede ahí la cosa porque debe hablarse de otros asuntos, de los asuntos para los que nació este blog. Debe hablarse de como nacieron el pollo a l’ast y los pinchitos morunos, de lo que ocurrió cuando entré por primera vez a un Burger, de las señoras que tomaban yogur siendo yo niño pueblerino en Madrid, de las bodas y de los entierros, del almorraque cambiado por tomatá, del “¡Hay tocino!”, de la estación de metro de Tirso de Molina, del magnetófono y de la televisión, de la irrupción del pescado congelado y de cómo llegó la ananá a Calera.
Sin embargo, no me resisto a hacer una postrera aportación al tema del tabaco. En la última entrada, dije que me había decantado por los cigarrillos cortos pero, en mi penúltimo acercamiento a una expendeduría, me enteré (porque el que pregunta, no ofende) de que también existen otros cigarrillos más finos que los normales pero de igual longitud que éstos. Y a estos delicados cigarrillos me aplico ahora, con su endeble ceniza, vaharada contenida y apropiada duración. Por éso, no deja de ser bueno aproximarse de vez en cuanto a un estanco.
Aparte de porque venden tabaco y, por consiguiente, huelen bien, tengo un grato recuerdo de los estancos. El de mi pueblo, de niño, me parecía un lugar maravilloso. Allí, muy ocasionalmente, llegaba algún tebeo que me permitían comprar. También me mandaban por extraños papeles como el de barba, el timbrado o el de pagos al estado o uno muy fino y de colores con el que mi padre me fabricaba una bandera nacional, roja y gualda, con un palito de la lila que crecía en el patio. Estas banderas las enarbolábamos los niños con ahínco y con un ruido sui generis a papeleo, las pocas veces que venía el gobernador civil o el obispo y no es que estos personajes nos entusiasmaran pero su visita era motivo más que sobrado para que ese día y quizás el siguiente no hubiese escuela. En aquel estanco tuve por primera vez en las manos un bolígrafo cuando solo existían el lápiz y el pizarrín. Y allí se compraban pólizas para diferentes instancias y sellos de correos. Y era extraordinario que te dieran los de la periferia del pliego pues se podía utilizar el margen de papel engomado para los menesteres que luego desempeñaría la cinta adhesiva. Estos sellos de correo andando el tiempo fueron para mi uso, para franquear los envíos de aquellos cuponcitos que venían en las páginas de publicidad y que, una vez rellenos con tus datos, se devolvían para que te enviasen información sobre las más curiosas y peregrinas cuestiones. Ya siendo médico joven, me acercaba a consultarle a Casimiro, que era técnico electrónico autodidacto amen de estanquero, las dudas sobre un curso de radio y televisión que se me antojó hacer con los primeros dineros ganados. Y allí, en la trastienda, veíamos encenderse y calentarse lentamente las válvulas de vacío y me adoctrinaba sobre resistencias y condensadores y sobre el buen uso del estaño para soldar.
Pero, de manera mucho más firme que aquellas precarias soldaduras de estaño que conseguí hacer, el estanco está unido en mi memoria al Titanic y, en la zona lúgubre de la mente al llamado "crimen de las estanqueras". Lo segundo es obvio. Lo primero quizás necesite una aclaración. Leí también de niño algo sobre el hundimiento del trasatlántico y me llamó la atención que hablase de compartimentos estancos. Porque yo el único estanco que conocía era el del tabaco y los sellos y no comprendía porque habían instalado 16 de estos establecimientos en el barco. He olvidado como salí de la confusión, si alguien me aclaró el entuerto o lo logré yo solo por intuición o alguna lectura paralela. También en aquellos papeles del Titanic se mencionaba al "New York Times" que yo pensé que era el nombre elegante de la ciudad y a la TSH que eran las siglas de telegrafía sin hilo. Ahora la thyrotropin-stimulating hormone que solicito analíticamente a mis enfermos ha reemplazado el antiguo significado de TSH pero, para mí, ambos conservan el mismo encanto.
Y posiblemente en un barco como el Titanic con altas chimeneas que echaban mucho humo negro de carbón, hizo la ananá la primera parte del viaje que la llevaría hasta mi pueblo. Eran los primeros años del siglo XX y se estaba construyendo la carretera desde Monesterio hasta Calera. El contratista de las obras, hizo amistad con mi bisabuelo por línea directa de varón. Ignoro el cargo que desempeñaba mi antepasado pero me imagino que vendría a ser algo así como el prócer del pueblo. Terminada la carretera que sustituía al camino de cabras, el contratista se marchó. Al cabo de poco tiempo, llegó a la casona de mi bisabuelo el cosario con un paquete que acababa de traer a lomos de un burro por la recién construida carretera, un paquete remitido por aquel amigo contratista y que, una vez abierto, resultó contener....¡oh, sorpresa!....¡una ananá!
Esta historia me la contó mi padre, muy niño cuando los hechos, y yo se la he contado a mis hijos y a todo el que ha querido escucharme. Cuando la termino de contar, me suelo encontrar con caras de póker que no comprenden la magnitud y alcance de la historia. Tengo que explicitar entonces que estoy hablando de hace casi 100 años, que Calera era un pueblo como el Macondo, prácticamente incomunicado, que se autoabastecia y de donde solo se salia para ir a la mili y a las guerras de África. Posiblemente, ni en las tiendas de ultramarinos finos de la capital, existiesen ananás. Solo en este contexto puede explicarse el revuelo de aquel paquete y su contenido y las cábalas de lo que había que hacer con aquello.
Por eso cuento esta historia, porque no debe perderse y espero que mis hijos se la cuenten a los suyos. Claro que me callo que, en realidad, yo subí con mi bisabuelo al Titanic y que sobrevivimos al naufragio para poder ver llegar el paquete con la ananá. Presencié como aquel lo abrió con gran prosopopeya en el salón donde colgaban los retratos de Alfonso XII y María de las Mercedes y cómo instruyó a los presentes sobre el fruto porque él lo conocía del “Blanco y Negro” y cómo luego mi tía abuela Emilia trajo un grande cuchillo de la cocina para partirla en tajadas. Me lo callo porque ¿quién se lo va a creer? Pero dejo constancia en este blog de que la ananá llegó a Calera recién empezado el siglo XX y yo lo vi.
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