domingo, 29 de julio de 2012

Denostación del bocadillo ( y III).


El Diccionario de la Real Academia, con obligado rigor normativo, define varias acepciones de la palabra bocadillo que van desde lo prosaico a lo culto, pasando por lo exótico. Pero, para lo que ahora nos interesa, nos quedamos con la primera de ellas: “Panecillo partido longitudinalmente en dos mitades entre las cuales se colocan alimentos variados”. De algo dogmáticamente conceptuado así ¿qué puede esperarse? Pues éso. Simplemente un pan partido con algo comestible dentro. La docta institución no entra, porque no es de su incumbencia, en que el pan pueda estar duro o los calamares fritos de su interior tan correosos que no pueda hincárseles el diente. De estos detalles tristes y cotidianos nos ocupamos personas más humildes y legas que escribimos, en el tiempo del desoficio, entradas de blog. Y esta última trilogía tenia como título y objetivo denostar al bocadillo pero se han ido entrometiendo los recuerdos y el fin último se nos iba escapando. Llegado el momento de enfrentarnos a él, ésto es, de la denostación, dejemos la mente libre de nostalgias y añoranzas para pensar solo en ese pan partido en dos partes con “algo dentro”.
Vaya por delante que creo que un bocadillo, en el momento oportuno, puede salvarnos la vida. Más aún, he llegado a un estado de gracia que me permite sostener que la única cosa que me compensa de guardar más de cinco minutos de cola es esperar hambriento la ración de alimento aun siendo ésta no más que un bocadillo. Se me encoge el corazón cuando veo en los NoDos televisados las largas filas de desgraciados que aguardan pacientemente su turno para el puñado de comida. Sin ir más lejos, aquí, en la carretera de Santa Catalina, está “Jesús Abandonado”, el asilo de los indigentes. Paso por su puerta con frecuencia y me congratulo de saber que a los acogidos se les da una comida digna y aun amable. Cabe pensar que, en tiempos dramáticos, denostar el bocadillo pueda ser una frivolidad de ahíto que goza de una mesa bien abastada. Pero también es cierto que no es de recibo la disculpa del cocinero que, ante tus protestas por la mala calidad del plato presentado, contesta que “cómo se conoce que no estás hambriento, si lo estuvieras, éso que te he puesto te sabría a gloria”. Burda falacia y estratagema que juega con los sentimientos.

Quedémonos, pues, en el término medio de la vida cotidiana en la que, afortunadamente, nos es dado elegir entre un plato con servilleta, cuchillo y tenedor o un bocadillo. Y sentada esta premisa, no comprendo como nadie, en su sano juicio, pueda pedir un bocadillo o un montadito o un pepito. Es posible que yo nunca haya comido un buen bocadillo. Como los helados que no eran cremosos sino que tenían cristales de hielo insípido o las naranjas que siempre estaban secas y estoposas, los tengo asociados a una infancia de mortadela y dulce membrillo. Los comía porque no vislumbraba que hubiese un más allá. Así cuando era un gran día me ofrecían un bocadillo de jamón serrano. Yo abría el panecillo para verlo y creerlo. Y sí, allí dentro estaba aquella carne lujosa y envidiable. Pero, a la hora de la verdad, el jamón se resistía. Para empezar, siempre se pillaba una dura brezna que se metía entre los dientes incordiando sobremanera y haciendo ya imposible disfrutar del bocadillo. Y cuando se pretendia proseguir, la brezna tiraba del resto de la carne por lo que se venía a la boca toda la loncha de jamón. Se entraba así en una dinámica tan grotesca como peliaguda. El panecillo a un palmo de la boca, la loncha entre ambos extremos, se intentaban dar una dentadas definitivas pero era imposible separar un trozo adecuado de jamón. No habia más remedio que echarle mano a la loncha, convertida en burdo tasajo, y tratar de dar tirones para que los incisivos rasgasen y separasen la carne. A veces se conseguía, pero lo normal era tener que meterse la loncha entera en la boca donde, no lo olvidemos, seguía la brezna incordiando. Había que masticarlo todo junto, atosigado, medio asfixiado y sin poder hablar. Y cuando volvías a abrir el panecillo solo había un yermo de pan grasiento y otra rala loncha de esquina por lo que a la postre había que limitarse a comer la miga tocinosa sin pena ni gloria. Y todo ello, sin haberte podido liberar de la brezna.
Aunque con algunas diferencias, el proceso es similar en los bocadillos de calamares. Los calamares fritos tal y como hoy los conocemos, en aros rebozados, es algo relativamente moderno, asociado al 600 y a la carta de ajuste de la televisión. Plato exquisito en su época y hasta digno de ser servido en banquetes de bodas. Pero a alguien se le ocurrió que podían tomarse en bocadillo y, ni corto ni perezoso, introdujo los aros dorados y harinosos, recién salidos de la fritanga, entre las dos mitades del panecillo. Se tomaba éste, se apretaba con los dedos preparándolo para la dentellada que se ejecutaba con decisión y al retirar las manos de la boca, dos argollas de material gomoso y desnudo se te quedaban entre los dientes. Tampoco aquí había podido cumplirse el objetivo de que los incisivos cortasen limpiamente la pequeña ración. El material calamar había salido limpiamente de su rebozo y no quedaba más remedio que masticarlo desprovisto de gracia. Tras sucesivos intentos iban saliendo los demás aros por lo que al final te encontrabas con un bocadillo de sustancia harinosa y arenosa, hueca por dentro y con resabios de sartén aceitosa.

Así podríamos pasar revista a los 1001 bocadillos existentes, a esos ingenios de desmesurado pan, para llegar a la misma conclusión. Es un invento sumamente frustrante e incómodo de comer solo admisible para exploradores en globo aeróstato porque el movimiento de la barquilla no permite usar platos ni cubiertos. Pero puestos a llegar al fondo, al último y más profundo círculo del Infierno del Dante, hay que destacar como lo peor el bocadillo que, ignorando las normas de la Real Academia Española, no se prepara con un panecillo sino con dos rodajas de pan más o menos grandes. Aquí, además de lo ya señalado, hay que dejar constancia de que la corteza exterior, normalmente dura y áspera, se introduce por detrás de los dientes y lacera el paladar anterior dejándolo irritado y dolorido. Y para hacer justicia, también debe mencionarse que el bocadillo de anchoas es el único que se salva de la quema. Solo hay que abrir la latilla, partir el panecillo de pan blando y no muy grande y, sirviéndose de un palillo, ir depositando las anchoas bien empapadas en aceite. Aquí sí, cada bocado parte perfectamente los filetillos y su parte proporcional de pan obteniendo un resultado muy agradable con recuerdos marineros y de las galernas del Cantábrico. Es  idóneo para entrante de las cenas bohemias, donde la soledad te permite pringarte las manos y las comisuras de los labios.
Por mi parte, que venga enhorabuena el plato aunque sea de Duralex, los cubiertos con mango de plástico y el rollo de papel servilletero. Ahora sí como bien el jamón y los calamares fritos a la romana y la tortilla de patatas y la ternera que se escapó del pepito. Y con acritud y sangre fría denosto el bocadillo como mendrugo y cueva de viandas apócrifas.

domingo, 15 de julio de 2012

Del bus, el tranvía y el azar.



Haciendo otro alto en la denostación del bocadillo, pensé ayer que un sábado de vacaciones es un día doblemente festivo. Me levanté temprano, aligeré el aseo, no me afeité y poco después de las 8 de la mañana salía de casa con buenas intenciones. El objetivo que había planeado era llegar hasta el Centro Comercial “Nueva Condomina” usando mis pies y el transporte público, un combinado de bus y tranvía. Tenia un esbozo de plan que se regía por estos puntos:
  1. Ir andando hasta El Charco
  2. Mirar en la parada a que hora pasaba el próximo bus 6.
  3. Según ésta, tomar café en Willow o proseguir la caminata hasta el Bar Marilín, dos paradas más allá y tomar el café allí.
  4. Tomar el bus 6 en uno u otro sitio hasta la Gran Vía.
  5. Volver a caminar hasta la Plaza Circular.
  6. Coger el tranvía hasta la Nueva Condomina.
  7. Remolonear un poco por el Centro Comercial.
  8. Tomar otro café con su cigarrillo en alguna de las terrazas.
  9. Volver a coger el tranvía de regreso a la Plaza Circular.
  10. Caminar hasta Bershka y tomar el bus 6 que me dejaría en la puerta de casa.
Estas eran las líneas maestras de actuación. Porque una aventura (o, en su caso, la planificación de una batalla) requiere un plan de actuación riguroso. Sin embargo, al salir a la Plaza Cantó, pensé que, sin perder de vista el decálogo anterior, tendría que concederle algo de decisión al azar quien, frecuentemente, juega a nuestro favor. Me ratifiqué en ésto cuando, llegado a la parada de El Charco, veo que falta un minuto para que arribe el bus. Así que ni café en Willow ni en el Bar Marilín. No era cosa de desaprovechar el golpe de suerte. Inmediatamente, aparece el 6 procedente de la iglesia de La Alberca. Me monto, pregunto el importe del billete y pago los 1,35 euros. Como marchamos hacia el norte, el sol del levante entra por la derecha. Dudo entre sentarme en un asiento de este lado, o a la izquierda o permanecer de pie en el centro del pasillo. Tras varias probaturas, me decanto por un asiento detrás del conductor. Así puedo ver a M. que, como buen diabético, va por la carretera de Santa Catalina dando el paseo que le recomienda el médico. Veo también que el Bar Marilín está cerrado no tanto por ser temprano sino porque quizás no abra los fines de semana durante la temporada veraniega y me congratulo de no haber prologado la caminata hasta allí. Y también cerrada está la botica porque falta un cuarto de hora para las nueve. Llegamos a la ciudad y en la parada de Floridablanca, un chico gordo que, sin duda, conoce al conductor, se apalanca en la puerta delantera para contar a voces como el gobierno le ha quitado la paga doble a los funcionarios (ejemplo de los cuales pone a los médicos) y encima ha dicho: “¡qué se jodan los españoles!” La perorata se prolonga, el pasaje escucha impávido y un tanto adormilado, parece que el conductor quiere arrancar pero el chico gordo sigue con los brazos abiertos sujetando las puertas neumáticas. Por fin se despiden, el bus cruza el río por una de las pasarelas y observo que hay un pato nadando mayestático en las aguas sucias y que el surtidor de agua de la sardina monumental está apagado.

Me bajo junto al antiguo Galerías Preciados. ¿Dónde tomar café ahora? Lo mejor será ir hasta la Circular y hacerlo en una terraza donde ya lo tomé con Ana el día que vivimos la tribulación del tranvía. Llego hasta la cafetería Princesa, me siento y no hacen más que traerme el café cuando oigo la campana y veo pasar al tranvía. El azar ha sido feliz pues, hasta el próximo, tengo el tiempo adecuado para la infusión y el cigarrillo. Pago 1,10 euros, me dirijo a la parada, veo en el display luminoso que quedan tres minutos para el próximo convoy y con unos cuantos toques mágicos en una pantalla táctil, obtengo el billete por 1,35 euros. Suena la campana, llega el tranvía y, por si ésto no fuera evidente, lo anuncia de viva voz la megafonía. Y el recorrido ferroviario, observando el exterior y el interior de barras y travesaños amarillos, me lleva hasta la Nueva Condomina adonde llego a las diez en punto, recién abiertas las puertas y ya con calor. En realidad, he ido hasta allí para montarme en el tranvía. Ya no me gustan los Centros Comerciales que encuentro cansinos, recurrentes y manidos, con una torpe decoración que cuelga del techo de traviesas metálicas y que no me dice nada. A pesar de éso, me meto en la FNAC que tampoco me gusta por ese aire cultural y juvenil, tecnológico y librero, que se me antoja desabrido. No siempre fue así, pues antes iba a Madrid solo para visitar “La Vaguada”, cosa moderna. Veo los cómics actuales que tampoco me gustan por ese aspecto repulsivo que suelen tener las figuras. Y así y comprando en el merchandising un par de banalidades, hago tiempo para otro café. Mi intención es tomarlo en una de las terrazas pero hace calor y están vacías por lo que me malicio que tardarán en servirme. Eso sí, de unos hidrantes suspendidos salen periódicamente aspersiones de agua. Dieron mucha metralla con ésto en la Expo de Sevilla, hace ahora exactamente 20 años. Pero ni allí ni aquí se consigue ese supuesto microclima refrescante. Tomo el café dentro, fumo el cigarrillo fuera, voy a los servicios y observo que, en el de caballeros, hay también una de esas mesitas adosadas a la pared y que, una vez basculadas, sirven para cambiar a los bebés. Cosa como que moderna e igualitaria que veo bien aunque no por éso dejo de alegrarme por no tener ahora ningún nene a quien enredarle en los pañales.

Lo último es comprar, por 1,5 euros cada uno, un par de donuts divertidos para Marta. Y ya con la breve bolsa de la compra salgo a la explanada. A unos 200 metros, está la parada con el tranvía esperando. Y de repente, en el calor meridiano, al cruzar el puente sobre una rambla de tórrido secano, se hace un silencio que se antoja sobrecogedor y una cierta sensación de desvalimiento se adueña del viajero que airea la bolsa porque el chocolate de los donuts debe empezar a fundirse. El display dice que falta un minuto para la salida pero prefiero concederme un resuello, sacar el billete tranquilamente y aprovechar la espera para llamar a Ana que anda con G. por los Pirineos y se asombra de que llegue la onda pues caminan, según dice, campo a través. En cuanto viene el tranvía, que se anuncia como con destino a las Universidades, me meto dentro y me siento detrás de dos quinceañeras, largas y delgadas. Me llama la atención de que en estos vagones hay música a diferencia de los que me trajeron. Sin embargo, ahora veo que una especie de revisor se acerca hasta nosotros. Presumiendo que va a pedir el billete, me cercioro de que lo llevo palpándolo en el bolsillo de la camisa. Pero no, se dirige a las quinceañeras y les dice: “Podéis poner la música pero preguntad antes a ver si le molesta a alguien”. Resulta que la música era del móvil de las niñas que lo usaban en plan cani. Cortésmente me vi obligado a precisar que no me molestaba aunque prefería oír los ruidos de la marcha y los retiemblos metálicos de las ruedas.
Camino a la Plaza Circular otra vez. Los coches que circundan al tranvía y no se oyen parecen ir por otro mundo, por otra dimensión paralela. Un efecto similar al que ocurre en el tren y que tanto me gustaba apreciar cuando se podía fumar en la plataforma atisbando el paisaje por el ventanuco. Y por último el azar quiere que pase antes el bus 29 que llega a La Alberca por Patiño. Me decido a tomarlo, después de un hombre que camina muy despacio por sus pies en actitud tremendamente valguizante, y no esperar al 6 a sabiendas que aquel me dejara a más de 10 minutos de casa y tendré que subir la calle algo empinada de El Estanco con el sol ya casi en lo más alto. El chocolate de los donuts llegó desecho y yo sudando. Y se acabó.

jueves, 12 de julio de 2012

Denostación del bocadillo ( II ).


Aquellos llamados drugstore, castellanizados como drástor, fueron un gran invento. Lástima que no hayan sobrevivido en España según creo. No, al menos, en su concepto original de centro comercial abierto hasta la madrugada o, incluso, toda la noche. Allí había cines y tiendas y cuando terminaba la película, podías comprar un libro, una camiseta o un gadget inservible. Existen en la ciudad las tiendas 24 horas de conveniencia, a imitación del 7- Eleven. Pero son para ir, comprar algo de supervivencia -por ejemplo, un pack de pilas AA- e irte. No como aquellos drástor donde se convivía y eran lugar de reunión y encuentro durante la acidez de la madrugada.
Recuerdo ahora el que abrió sus puertas en Sevilla, cerca de la Alameda de Hércules, a punto de terminar yo la carrera. No recuerdo su nombre. Se que había varias salas de cine a diferencia de los salones clásicos, grandes y únicos en su entidad. También recuerdo que allí estrenaron “Barry Lindon” y quise ir a verla pero, como no había localidades, me fui a “El Baile de los Malditos” que era una consabida historia de nazis y judíos. Volví varias veces a aquel drugstore siendo ya médico en Calera y recién casado. Era una escapada del pueblo a la civilización y al europeismo. Y allí, una noche, nos encontramos mi mujer y yo con S. Era éste compañero mío de curso, rojo y amigo de politiqueos, spiker de asambleas y repartidor de octavillas ciclostiladas. Aunque comprometido con la lucha, con el paso de años y cursos, me fui aburguesando pero, sin embargo, mantuve siempre la amistad con S. quien, reconozco que sin ser consciente de ello, me hizo una vez una mala faena que aun no le he perdonado. 
No puedo, por caballerosidad, explicar aquí detalles. Baste saber que había ido con Ch. a ver “El Golpe”, luego a cenar a “Los Gallegos”, paradigma de restaurante económico sevillano, para terminar tomando café en el Hotel Macarena donde había un piano bar que entonces se nos antojaba el culmen de la elegancia y sofisticación. Estaba la cosa entre Ch. y yo en su mejor momento cuando, convirtiéndose en la persona más inoportuna del mundo, aparece S. por entre las mesas. Nos ve, se acerca a nosotros, nos saluda y por cortesía le invito a café. Y el amigo, ¡tócate las narices!, acepta, se sienta y nos cuenta los últimos cotilleos de la movida política estudiantil que yo seguí con el interés que puede intuirse. Pasado el fulgor de la estrella fugaz sin que hubiese podido aprovecharlo, nunca supe si a Ch. le importunó tanto o más que a mi la aparición de S. o, por el contrario, se sintió liberada de un moscón fastidioso. Porque estas cosas, con el largo paso de los años, se diluyen en un fondo de saco de nostalgias y añoranzas y solo queda una sonrisa tan triste como comprensiva por la inocencia perdida.

Digo ahora que cuando S. apareció en la madrugada del drugstore, no me fastidió en absoluto. Yo ya estaba con la que entonces y ahora es mi mujer y, despojados ya de necesidades furtivas, nos gustó a los dos oír las andanzas postgraduadas del compañero. No se me ha olvidado que, como el trabajo era escaso y poco de su gusto, nos dijo que se iba a ir de médico a tierra de misión. Yo encontré buena la idea, le animé y le deseé suerte pero, en mi interior, sangrante aun el desaguisado del Hotel Macarena, lo que en realidad quería es que se lo comiese el cocodrilo. Casi 35 años después de ésto, no he vuelto a saber nada de S. así que ignoro si está de médico gris y estatutario en un anodino Centro de Salud o de verdad se lo comió el cocodrilo que, a su vez, se habrá muerto ya y todo es polvo y olvido.
Pero, en realidad y retomando lo que importa, a la madrugada del drugstore no fuimos a impetrar un encuentro con S. cosa que fue un evento sujeto al azar. Lo que de verdad nos llevó allí fue ver una película -eran tiempos en los que el cinematógrafo me gustaba- y luego comernos sendos sandwiches. Ese bocadillo hecho con pan de molde tostado y untado de mantequilla en cuyo interior podía haber cualquier cosa aunque solo fuera la simpleza de una loncha de jamón de york y otra de queso. Un sandwich mixto, para entendernos. Pero éso, hoy tan deleznable, lo veía yo entonces como la maravilla de la civilización y el icono del progreso. Comido sobre un plato, con cuchillo y tenedor que cortaban bocados de tamaño idóneo y bordes rectilíneos, ora triángulos equiláteros, ora perfectos cuadrados, era la evolución lógica del bocadillo que había que comer a dentelladas, dejando en el borde el molde curvo y forense de la arcada dentaria y un cierto babeo de saliva filante. Era posible que, en vez del sandwich, nos comiéramos una hamburguesa. Cierto que aquí era necesario recurrir al ejercicio dental pero aquel pan blando y caliente que formaba un círculo casi perfecto y una cúpula arquitectónicamente calculada, era de bocado accesible, casi cariñoso. La cúpula se plegaba a la presión de los dedos y los incisivos cortaban sin esfuerzo la carne sabiamente picada.
Y todo ello en la hora mágica de la incipiente madrugada, rodeados de gente joven que se nos aparecían cálidas y amigables, sin temor a que el bar cerrase, a que la cocina diera por finalizada su misión, a que la plancha se enfriase, a que apagaran a medias las luces, a que el camarero nos dijese un desabrido “está cerrado”. Luego la noche ciudadana sin temor a encontrarnos a la pareja de la Guardia Civil con tricornio, capote y mosquetón. La Libertad había llegado y aquella Libertad se alimentaba de películas subtituladas, de sandwich y de hamburguesas. Luego comprendí que no y procederemos, ya explícitamente, a denostar al bocadillo porque el pan duro y la dentellada criminal siguen  imperando.

miércoles, 4 de julio de 2012

Las Bodas de Oro.

Vamos a hacer un alto en la denostación del bocadillo. Una de las cosas por las que precisamente debe ser denostado es porque, con harta frecuencia, se forma una bola de pan entremezclada con espesa mortadela, que se queda atragantada. Hay que recurrir entonces al buen trago de cerveza para que pase el añusgo. El caso es que, aprovechando las vacaciones, estaba viendo y organizando las más de 500 fotos que traje de Salamanca a donde fuimos con motivo de las Bodas de Oro de los primos Lauri y Kety. Gran fiesta popular con flauta y tamboril, coro durante la ceremonia religiosa, el ofertorio del vino y el bollo maimón portados por charras, bailes a la salida en la explanada de Anaya y la Catedral Nueva y magna convidada en un restaurante junto al río. Así que, para que el pastoso bocadillo sea más llevadero, dejo estas fotos para el recuerdo y la emoción. Desde un San Sebastián asaeteado, bajo cuya advocación está la parroquia de la misa, hasta la discreta terraza sobre el agua donde con el regusto del tostón y el vino, nos fumamos los fumadores los cigarrillos festivos. "Cómo los más ricos de Béjar", como gustan decir en Salamanca.











domingo, 1 de julio de 2012

Denostación del bocadillo ( I ).


Han debido de pasar ya unos diez años de aquella noche temprana. Ana ya era una mujercita, estudiante de Filología Clásica, y tuvo el empuje de invitarme a cenar en Bocatta. Tal vez fuera Pans and Company, detalle que, para el caso, da igual. De todas formas, creo que estos establecimientos han desaparecido de Murcia o, en todo caso, perviven con el cierto desdén por mi parte de que siempre gozaron. Digo que, antes nunca de aquella noche, había entrado en ninguno de estos locales por lo que le agradecí a Ana su invitación que me daba la oportunidad de ver y gustar que cosa era lo que le servían al hambriento. Llegados a la calle Platería cerca de las Cuatro Esquinas -que este detalle si lo recuerdo- le dejé a ella la iniciativa de pedir lo que quisiera para sí más lo que suponía que a mi me iba a agradar. Nos dieron una bandeja sobre la que descansaban dos bolsas de papel alargadas, nos acomodamos en una mesa y yo me dispuse a abrir mi recipiente. Lo hice, metí la mano y saqué...¡un bocadillo!. Lo miré y remiré estupefacto, palpé la bolsa y la coloqué boca abajo, agitándola, para cerciorarme de que no había nada más, sostuve el pan en alto con lo que quiera que llevase dentro y, bastante mohíno, le dije a Ana: “Niña...pero ésto...¡es un bocadillo!”. “¡Claro! ¿Qué pensabas que te iban a dar?” “Pues no sé, no tenía ni idea...pero yo esperaba ¡otra cosa!
Ahí está el quid, en esa otra cosa esperada, en ése no saber lo que te deparaba el destino y que las suertes se resolvieran con algo trivial y denostable que me hizo inmediatamente calificar el local como cutre y tabernario, pero sin encanto. Les pasó lo mismo, porque también esperaban otra cosa, a aquellos “Los Jateros”, grupo folclórico de Fregenal de la Sierra que en una de las Romerías de Calera vinieron a actuar en la explanada del monasterio de Tentudía. Lo hicieron. Cantaron y bailaron vestidos de extremeños para disfrute del pueblo que volvió a enterarse de que un sereno se dormía delante de una cruz bendita. Terminada la actuación, buscaron el refrigerio que debía ofrecérseles no sé bien si por cortesía y hospitalidad o porque estuviese así recogido en cláusula contractual. Y llegaron hasta una enorme pero simple caja de cartón de donde, una vez abierta, sacaron...¡un bocadillo para cada uno! Yo era entonces un joven directivo de la Hermandad de la Virgen, una de las organizadoras del evento, y así me tocó lidiar con el motín de los danzantes que protestaron enérgicamente por lo que consideraron marcada tacañería y falta de atención a sus méritos. Aun veo a una señora de gafas que hizo memoria ante mi de los manjares que les habían ofrecido en otros lugares, inconmensurablemente más exquisitos que aquella miseria. He olvidado cómo acabó el asunto. Sé que no hubo sangre pero no recuerdo si llegaron a comerse los bocadillos o se declararon en huelga de hambre. Por mi parte y dado que yo era representante de la autoridad religiosa, supongo que me evadí echándole la culpa a la autoridad civil del Ayuntamiento o tal vez a la militar del maestro armero, no recuerdo bien. En todo caso...¡quién les iba a quitar lo bailao!
Y es que no siempre el bocadillo ha sido para mi objeto de denostación. Por éso, en su momento, no comprendí bien el enojo de “Los Jateros”. Fue merienda estudiantil durante los siete años que pasé con los jesuitas en sus variedades de mortadela y salchichón y la ínclita de dulce membrillo. Lo consideraba una cosa buena y apta, escasa en complicaciones y fácil de comer, sin necesitar apoyatura de cubertería que, en la niñez, se te antoja enojosa, compañero de viajes en tren de vapor donde los caballeros podían fumar y aún de los bares de carreteras que aprendí a conocer en las primigenias correrías con el 600. Y luego vinieron los sandwiches y las hamburguesas y aquello fue el no va más. ¡Cuanta modernidad, cuanta progresía americana, cuanta sensación de libertad que te alejaba de la España pueblerina y de la cerrazón del chorizo!
Fue aquel entusiasmo el que sentí la primera vez que entré en un burger. Era ya médico recién licenciado, con la papeleta del último examen aprobado en el bolsillo, la que llevé a Madrid para poderme matricular, por los pelos, en las oposiciones de APD. Las mismas oposiciones que, según reciente Real Decreto, me condenarán a acabar mis días profesionales ejerciendo de portero o conserje. Pero ésto ya ha dejado de importarme y lo asumo con el mismo estoicismo que, según sus discípulos, Sócrates bebió la cicuta. A lo que interesa: no sé de aquellos días madrileños si fue más heroico el aprobado opositor o entrar en el Burger King cual neófito y salir doctorado. Quizás supiese que existían aquellos establecimientos pero nunca me había enfrentado a uno ni conocía su íntimo funcionamiento. Pasé por la calle Arenal, cerca del hotel donde paraba, y el neón de la corona me atrajo. Pero cuando me vi dentro, todo fueron dudas. Pensé en buena lógica sentarme en una mesa y esperar a que un servicial camarero me trajese algo así como una carta y que luego tomase nota de la comanda. Algo en mi interior me dijo que aquello no iba a funcionar y di algunas vueltas por el local fingiendo que buscaba a alguien. Una megafonía cantarina me llevó hasta un mostrador, contemplé, oí y supe. Habían triunfado la intuición y las dotes de observador, las mismas que luego me permitieron enfrentarme a conspicuas enfermedades y enfermos.
Y así, en la época que en otro momento rememoraremos de los llamados drugstores, dejaremos por hoy al bocadillo que pasará de aquella victoria trompetera del 7º de Caballería a ser tristemente denostado.