domingo, 26 de febrero de 2012

De la botica a la farmacia 24 horas.


Soy, de natural, aficionado a emplear expresiones antiguallas como “pastilla de jabón”, “traje de baño”, “armario ropero”, “chaqueta americana” y -mi favorita- “tocador de señoras”. (“¿El tocador de señoras, por favor?” “Servidor de usted...”, decía el viejo chiste con encanto). En la consulta las empleo y no suele haber problema porque mis pacientes son, en gran medida, personas mayores y, por lo tanto, sabias. Incluso hay veces en que yo los tengo que traer a la modernidad cómo es el caso de que se quejen de los riñones. Hay quien me dice: “Hay que ver lo que me duelen los riñones con lo bueno que están al jerez”. Me veo entonces precisado a comentarle que este plato de los riñones al jerez, otrora elegante y glorioso, ya ha desaparecido de las cartas y que, por mor de lo saludable y de la practicidad, tampoco es habitual en las mesas caseras. Así que quedamos de acuerdo en que no debe comer riñones y en que a él semejantes vísceras, o lo que sea que tengamos por aquí, le duelen mucho. Sin embargo, los pacientes jóvenes ponen cara de incomprensión ante la antiguallez lingüística y yo se la explico con benevolencia para que ellos también me consideren viejo y, por lo tanto, sabio. Recuerdo a un chico absolutamente lego en visitas al médico a quien, como colofón de la consulta, le entregué un par de recetas del seguro. Miró asombrado aquellos papeles, me miró a mí y me preguntó: “Y ahora...¿qué hago con ésto?” “Eso son las recetas, ve con ellas a la botica, compras las medicinas y te las tomas como te he dicho” “¿La botica...¿y éso donde está?”. Podría haberle dicho : “Dónde te dispensarán los fármacos que te he prescrito” pero me extendí en unas explicaciones sobre ciertos establecimientos con una gran cruz luminosa en la fachada y a veces con un display en donde aparece la fecha y la temperatura. Al chico se le iluminó el rostro: “Ah, sí...¡dónde venden los preservativos!” Quedamos mutuamente enterados y nos despedimos.
Y es que hemos pasado de la botica a las farmacias 24 horas como la farmacia “Cónsul” en el edifico “Cónsul” donde también está la cafetería “Cónsul” en una áurea trinidad. Recuerdo que hace ya bastantes años se abrió o se remodeló en Murcia la primera con estas características. También las hay mediopensionistas. Sin ir más lejos, aquí mismo, en la carretera de Santa Catalina, está la Farmacia Ortega y Briones C. B, que abre de 9 a 22 todo los días. La farmacéutica me reconoce y me dice que Rosarito, una paciente común, le habla mucho y bueno de mí. Todo ésto lo veo como un grande invento. Es cierto que existía la farmacia de guardia pero es más cómodo tener siempre la misma de referencia, cerca de donde has aprendido a aparcar sin que aparezca el municipal y éso a cualquier hora y cualquier día. Ya Don Jesús, el boticario de mi pueblo cuando yo era niño, estudiante y aun médico joven actuaba las 24 horas. Llegó a Calera proverbialmente recién licenciado y antes de la guerra y ya no la abandonó jamás. Fue su primer destino y el último, contumaz en ésto como lo fue en su soltería. Don Jesús era natural del pueblo salmantino de Macotera y estudió en Santiago tal vez no por razones académicas sino por lo de la Casa de la Troya y otras novelerías. Allí, además de adentrarse en los misterios del bicarbonato de sodio, el ácido bórico y el Salvarsán, llegó a ser pandereta de la Tuna y torero de salón. Lo recuerdo preparando papelillos en la pequeña balanza en uno de cuyos platillos dorados había una mínima pesita también dorada y en el otro iba cayendo aquel polvo casi místico. Para conseguir precisión en la caída de las partículas, se daba unos golpecitos pausados y secos con los dedos índice y corazón extendidos sobre la tabaquera anatómica de la otra mano que sostenía un papel acanalado con la totalidad de los polvos. Y todo ello, junto al cenicero donde ardían y humeaban uno y a veces dos cigarrillos porque encendía otro entre papelillo y papelillo olvidándose de que ya tenía uno en marcha.
Pero, para cuando yo ya fui médico y me permitió entrar en la rebotica, las medicinas ya venían prêt à porter en la inmensa mayoría de los casos. Pero yo sigo sabiendo que he de prescribir:
Carbonato cálcico  1 gr.
para un papel nº 40
E incluso he conseguido que el OMI, el programa informático que manejo en la consulta de parte del Servicio Murciano de Salud, sea capaz de escribir en las fórmulas magistrales que aun se hace esporádicamente:
        Ácido Salicílico 10%
Vaselina filante c.s.p. 60 gr.
Y, sobre todo, el broche final, el h.p.s.a, la gran encomienda al boticario, el “hágase pomada según arte”
Y de ésto se me quejaba Don Jesús. “Mira, Manolo, yo hacía antes óvulos, candelillas, jarabes, pomadas, sellos y papelillos y me daba tiempo para ir al baile y a los toros de Zafra. Y ahora que viene todo hecho no tengo tiempo ni para tomar café”. Y es que ya irrumpía el seguro y su terrible carga burocrática. Don Jesús no tuvo entonces más ayuda que una sencilla calculadora con la cual se enfrentaba a cálculos tan prolijos como abstrusos. La balanza y las pesitas doradas pasaron a ser de adorno y empezó a teclear en vez de darse golpecitos en la tabaquera anatómica con aquellos dedos manchados de nicotina. Porque éso sí: entre “enter” y “enter” siguió encendiendo uno o dos cigarrillos que se consumían a la par. ¿Se hubiera reconvertido? ¿Qué hubiera sido de él en esta era del ordenador, la informática y los pedidos on-line?
Así que Don Jesús ya actuaba las 24 horas al igual que yo. Llevaba entonces en mi maletín un neceser para primeros auxilios (aun conservo como reliquia alguna ampolla de adrenalina Llorens) y esto evitaba, en la mayoría de las veces, que el amigo boticario se tuviera que levantar en algunas de aquellas madrugadas de invierno, noche de lobos con frío y ventisca. Pero, en alguna ocasión, me tenía que acercar hasta su ventana, con estética de reja de enamorados, para solicitarle algo porque así estaba seguro de que lo tenía en stock. No son pues estrictamente novedosas estas farmacias 24 horas pero si su parafernalia de cruz encendida y centelleante y esa especie de torno conventual por el que dispensan. Sé que es un turno desagradable y cansino y, además, sujeto al sobresalto y a la palabra desabrida. Lo que ignoro es si habrá algún estudio, de ésos que se hacen con una beca, sobre lo solicitado al amparo de la nocturnidad ¿Qué más aparte del preservativo de emergencia, la papilla que se acabó inesperadamente, la chupeta para el niño que berrea y algún jarabe para la tos del abuelito? ¿Habrá ido alguien a comprarse una gafas para su presbicia, minoxidilo para su calvicie, pantys descansapiernas o un perfume de imitación de la moderna alquimia?
Por éso, cuando me jubile, me haré amigo de algún farmacéutico 24 horas para hacer guardia en su garita y resolver la duda. Creo que será tan instructivo como divertido volver a la rebotica y observar el deseo del mundo y los anhelos de la humanidad que vienen a cumplirse en la oficina de farmacia porque, como es cosa sabida, “hay de todo como en botica”.

domingo, 19 de febrero de 2012

El quita y pon y la quinta miseria.


El hombre feliz no tenia camisa. Supongo que el apólogo es conocido pero el que lo ignore puede abrir el enlace. La lectura es breve y supuestamente edificante. Un día, también tuve yo la misma impresión del campesino. Era una mañana sabatina de radiante primavera y acababa de desayunar un sencillo café con leche y una magdalena en la terraza del Willow. El cielo inconmensurablemente azul, la temperatura agradabilísima, las flores de mil colores, los niños jugando en los columpios municipales, los viejecitos tomando el sol, los pajaritos revoloteando, el camión de la basura regando la plaza y el médico sin guardia. Ya sabéis, el escenario habitual para estas cosas buenas. Y para estar en el Paraíso, saqué un cigarrillo del paquete. En ésto se me acerca un vagabundo, posiblemente acogido al “Jesús Abandonado” de la carretera de Santa Catalina y me pide uno. Le di varios y le ofrecí fuego pero me dijo que tenía. Así que fue a sentarse en su banco y los dos al mismo tiempo encendimos nuestros cigarrillos y le dimos la primera calada con prosopopeya y nos quedamos mirando el humo en un ensueño de delectación. Y en aquel momento sublime, tuve la impresión de que los dos teníamos todo lo que necesitábamos para ser felices.
Así pues, el hombre feliz no tenía camisa. Yo, que no quiero ser tan feliz como él, me conformaría con un quita y pon. Quizás en este pulcro intercambio, en este tener teniendo poco, en estas necesidades cubiertas sin concesiones a la vanagloria, se encuentre el término medio de la felicidad, la asunción de la pobre condición humana y la respuesta honesta a situaciones críticas. Sin embargo, no parecían entenderlo así los jesuitas en aquel lejano año en el que me marché interno a su colegio. Era la época en la que el estudiante se iba para todo un trimestre durante el cual no saldría extramuros. Sería por éso por lo que mandaron una exhaustiva relación de toda la ropa y ajuar que había que llevar y me asignaron el número 115 con el que deberían estar marcadas cada una de las prendas. Mis atribulados padres no encontraron mejor solución para transportar todo aquel equipamiento que meterlo en un enorme baúl de los abuelos. Rescatado del doblao, fue cuidadosamente empapelado por dentro valiéndose de un engrudo hecho caseramente, lleno a rebosar y transportado no recuerdo como, quizás en el Brito Villarias, hasta Villafranca. Lo malo fue que, cumplido el primer año escolar y aprestándonos ya para volver a casa, el baúl salió de los recovecos de la ropería para instalarse ignominiosamente en la puerta de mi camarilla. Y allí fueron risas y burlas de los compañeros ante lo que consideraban cachivache totalmente fuera del lugar y de los tiempos modernos, risas y burlas que yo sobrellevé con estoicismo y aires de superioridad. Pero no por ello dejé compungidamente  de rogarle a mis padres que se abstuvieran de utilizar el baúl. Pero no hizo falta ninguna insistencia porque ellos también habían aprendido que bastaba un quita y pon.


Bien mirado, el quita y pon nos redime de la hoja de parra de Adán y Eva cuando, tras el pecado, conocieron la concupiscencia, de la miseria de hidalgos empobrecidos que no tienen más que la ropa puesta y, en concreto, de la que -hoy pienso que erróneamente- numeraba mi madre como quinta miseria. No supe en aquel entonces que tipo de abyección era aquel y durante muchos años lo consideré como entelequia. Sin embargo, seguía intrigándome el concepto tanto que, cuando se invento el Google, fue una de las primeras búsquedas que hice después de buscarme a mi mismo y no encontrarme como tantas otras veces en la vida. Ahora he rehecho la búsqueda. Como en la primera, hay pocas ocurrencias que nos lleven a las últimas consecuencias pues una mención virtual que incluya la palabra miseria lleva a temas económicos, a la miseria de los sueldos y otras zarandajas. Pero ahora sé, de una vez para siempre, que los antiguos libros que movían a piedad hablaban de las siete miserias de la alma y de las siete de la carne, cada una de ellas remediadas por una obra de caridad, bien espiritual, bien corporal. Pues resulta que la desnudez es la tercera miseria del cuerpo remediada por la obra de caridad que consiste en vestir al desnudo. Y la quinta miseria no es otra que la bien conocida enfermedad contra la que lucha el visitar a los enfermos, cosa ésta que hacemos mi enfermera y yo aunque no sé si el Día del Juicio nos servirá para equilibrar la balanza pues cobramos un salario, ahora recortado, por hacerlo. De todas formas, el hecho de numerar como quinto algún concepto está muy extendido y viene a ser algo así como el paradigma del absoluto para no agnósticos populares. De ahí, el quinto pino, la quinta angustia, la quinta esencia, la quinta columna y el quinto regimiento.
Hasta aquí todo bien, pero hay problemas logísticos. Pongamos, por ejemplo, que se tiene un quita de camisa y calcetines y un pon de lo mismo, ésto es, dos camisas y dos calcetines. Casi que hemos llegado a la felicidad pero no se puede poner todos los días una lavadora que carga 8 kilos para el quita mientras se usa el pon ni viceversa. Por el agua, electricidad y detergente gastado, sería poco ecológico y sostenible. Ésto sería una buena excusa para ser menos feliz. Claro que se puede contraatacar aduciendo que si eres un descamisado, un sans culotte revolucionario o un pied-noir no necesitas ni lavadora, ni agua, ni luz, ni detergente. Así que voy a ser franco: no me creo que el hombre feliz no tenga camisa. Éso está bien para iluminados y el buenrollismo pero no para personas vulgares sujetos a tentaciones. Abogo, pues, por un armarito coquetón del Ikea, con variadas prendas siquiera sean del Primark. Y por esa mesa grande y ecuménica donde quepamos todos, cada uno con nuestra camisa. Slim fit o regular fit, según gustos y hechuras.

domingo, 12 de febrero de 2012

San Valentín y Garcilaso de la Vega.


Faltan dos días pero ya hace tiempo que están dando la tabarra con San Valentín y el Día de los Enamorados y hasta me han convencido on-line para que tunee ad hoc el iPad. Sin embargo, tengo que reconocer que esta tabarra me cae simpática sin que por ello deje de ser tabarra. Repito ahora lo que dije hace un año, que no entraré en torpes disquisiciones sobre si el evento es maniobra comercial o cursilada propia de quien se siente diligentemente enamorado. Porque, no nos engañemos, es difícil estar ni sobria, ni sensata ni dignamente enamorado y no dejo de sentir compasión por el jovenzuelo tímido que va por la calle con el ramo de flores para conquistar a una amante quizás también tímida y ruborosa pero, en ocasiones, con más conocimiento del mundo y sus miserias que el azorado varón. No hace mucho tiempo, esperaba mi turno en el stand de Swarovski de El Corte Inglés. Delante de mi, un chico buscaba un anillo impactante pero relativamente barato. Se le notaba torpe y desmelenado y, siendo sinceros, un tanto pazguato. Le pedía consejo a la dependienta y que ella le garantizara que aquel anillo iba a arrasar y consolidar un amor en ciernes. Di por buena la espera que me permitió oír la conversación y cuando el chico se marchó tuve por seguro que no iba a conseguir su objetivo, que el anillo de brillantes cristalitos no borraría el temblor de sus manos, la languidez de sus palabras y la frialdad de los corazones.
Y como digo que toda esta parafernalia me cae simpática, quiero contribuir a ella con esta entrada en la que copio uno de los más hermosos y apasionados poemas de amor que conozco. Es un soneto de Garcilaso de la Vega. Tengo que reconocer que no entiendo bien todo lo que dice, quizás por el lenguaje arcaico, quizás por la pasión balbuceante con que fue escrito. Pero la música que subyace en él es tan bella que es innecesaria la comprensión integra de lo escrito. Éste es el soneto:
Escrito está en mi alma vuestro gesto, 
y cuanto yo escribir de vos deseo; 
vos sola lo escribisteis, yo lo leo 
tan solo, que aun de vos me guardo en esto. 
En esto estoy y estaré siempre puesto; 
que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo, 
de tanto bien lo que no entiendo creo, 
tomando ya la fe por presupuesto. 
Yo no nací sino para quereros; 
mi alma os ha cortado a su medida; 
por hábito del alma mismo os quiero. 
Cuando tengo confieso yo deberos; 
por vos nací, por vos tengo la vida, 
por vos he de morir, y por vos muero.
Sin duda el mozalbete del ramo de flores o el pazguato del anillo de Swarovski hubiesen vendido su alma al Diablo por poder escribirle a su amada algo semejante. Pero, en realidad y si recobramos la cordura, todo ésto no pasa de ser literatura de evasión y rosa llamada a marchitarse. “Por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir, y por vos muero” ¡Ahí es nada! ¿Quién en su sano juicio podrá sostener tamaño aserto toda una vida? El mismo Garcilaso, que andaba en amores platónicos, murió de las heridas recibidas en el asalto temerario a una fortaleza francesa, asalto en el que fue el primero en subir por la escala. Bravuconadas éstas, la del soneto y la de la fortaleza, que suelen ser muy peligrosas.
Así que ahora no sabemos por qué decantarnos. Si por la ilusión esplendorosa pero fútil del ardiente enamorado o por la placidez socarrona de quien está curado de espantos y goza de una relación amigable, ilusionada y alegre pero sensata. Pero, aunque sea ritual convenido, no está de más que en este San Valentín volvamos a sentirnos perdidamente enamorados, volvamos al ramo de flores y a la poesía y vivamos una noche más de vino y rosas. Porque, a pesar de todos los pesares, el amor sigue siendo la más exquisita de las relaciones posibles entre un hombre y una mujer.

domingo, 5 de febrero de 2012

Las cancamusas de los móviles.


Hago, para empezar, una pregunta: ¿es el teléfono móvil (en adelante móvil según quiere la substantivación de los adjetivos y la letra de los contratos) un buen invento? Bien sé que el hipotético lector, antes de sentirse impelido a contestar, se habrá preguntado que significa la palabra cancamusa que aparece en el título de la entrada. Abriendo en el enlace, se puede ver su definición. Pero aquí la empleo en el sentido figurado que le daba mi madre de musiquilla tontorrona y amodorrante, cosa que, bien mirada, tiene bastante que ver con su significado sensu stricto. Porque los móviles están unidos de manera indisoluble a distintas cancamusas: el tono de llamada, la recepción de un mensaje, una alarma o recordatorio e incluso hay quien pone música a ese espacio de tiempo que tarda en responder a la llamada, si es que la responde, con lo cual quedan silenciados los pitidos entrecortados y suspirosos.
Conocí cuando se inauguró el teléfono en mi pueblo y era yo ya un niño mayorcito. Me refiero, claro está, a ese teléfono de bakelita negra dotado de una manivela en su costado izquierdo y de un timbre que hacía simplemente ring-ring. Un teléfono para amantes cantados por Machín o para policías de películas de la serie negra. La manivela del costado había que girarla, con decisión y fe, en el sentido de las agujas del reloj lo cual ponía al usuario en contacto con la operadora quien, a través de una centralita con paneles de agujeros y gruesas clavijas, hacía las correspondientes conexiones. Aun ejerciendo de médico en Calera, usé un teléfono tal lo cual me permitió tener los primeros encontronazos con inspecciones, delegaciones y jefaturas varias. Incluso, muy ufano por la modernidad, llamé en una ocasión al Servicio de Información Toxicológica. Claro que ésto tenía que ser por conferencia la cual tardaba unas dos horas en establecerse porque solía haber demora (palabra que ha llegado a ser también objeto de cancamusas gerenciales) por lo qué, cuando hablé con los doctos informadores, el enfermo que había ingerido cianuro ya se había muerto y su amante, al ver tan trágico final, se tomó otra dosis y murió también y todo el pueblo estuvo oliendo a almendras amargas durante una semana.
Pero lo que vengo a decir es que durante algunos años primigenios yo viví sin teléfono alguno. Es posible que existiera el telégrafo y, de hecho, algún día le dedicaremos un post a la visita en la que me llevaron mis padres hasta la casa donde estaba ubicado el ingenio que la telegrafista hizo funcionar para mi asombro. No diré que esta etapa semisalvaje de tam-tam y señales de humo la recuerde como feliz pero tampoco tengo noción de que aquel menoscabo en concreto la hiciera más menesterosa. Y siendo mi padre alcalde por la gracia de Dios, vino el Gobernador Civil a inaugurar el servicio telefónico. Yo estaba en casa de un amigo de pillerías cuando pasó, camino del Ayuntamiento, la que se nos antojó enorme comitiva de coches negros. Pero como chicos listos y bien aleccionados, sabedores de que el Gobernador Civil era un gran personaje, nos dijimos el uno al otro. “es la escolta...es la escolta...”. Bueno, pues no recuerdo cuando usé el teléfono por primera vez, con quien hablé y que palabras dije o me dijeron. Solo se que allí, en la casa, sobre un mueble negro y de dos alturas, propio de oficina ministerial o del Pentágono y en el que se guardaban legajos notariales, sobres y cuartillas con membrete y un frasco de cola Pelikan (que también inocentemente olía a almendras amargas) quedo instalado tamaño aparato. Porque así se decía cuando se descolgaba y una voz preguntaba por ti: “al aparato”
Y ahora miro la BlackBerry, también negra aunque no sé si de bakelita, meneo la cabeza dubitativamente y vuelvo a hacer la pregunta del principio ¿es realmente útil este chisme? Ignoro la respuesta y creo que es cuestión baladí pensar en ella porque ni Platón redivivo ni Kant ni Schopenhauer de quien, Dios sea loado, no he tenido que leer nada, podrían discernir tan peliaguda disyuntiva. Por considerarlos iconoclastas, tampoco leo nada de santones y psicólogos que amenazan con grandes males a quien supuestamente abuse del móvil. De todas formas, lo que a mi realmente me interesa son las cancamusas que emite el artilugio. ¿Puede haber peor horterada que instalar como tono de llamada los compases iniciales de la sinfonía Nº 40 de Mozart? ¿Qué decir del comprometido que, de ser rojo, pone “La Internacional” y, de ser facha, el Himno Nacional? ¿Y aquella horrible melodía de los Nokias que sonaba así como “tatatata tatatata, tatatata chin”? ¿y ésos retrógrados aburguesados que emiten un ring-ring clásico ignorando que éste solo puede sonar en un teléfono negro de bakelita? En mi opinión, hay que dejar una cancamusa neutra que no recuerde a nada, ni quiera ser original, ni busque epatar ni hacer proselitismo. Deben de ser ignoradas esas páginas bizarras de las revistas donde aparecen códigos para poderse bajar politonos por un módico precio, politonos que están unidos a otras descargas más ignominiosas de fuerte contenido erótico y aun sexual. Y es que quizás la motivación última de los móviles y sus cancamusas, como el tam-tam, las señales de humo y el telégrafo Morse, no sea otra que el amor y la guerra. Hay una excepción. A mis pacientes con presbiacusia les aconsejo que pongan como tono de llamada un enérgico toque del cornetín de órdenes. Y si alegan que son pacifistas, les recomiendo los silboteos de la banda sonora de “The Good, the Bad and the Ugly” también rica en agudos.
A todo ésto, la BlackBerry deja escapar un pitido en la escala menor y una lucecita roja parpadea. Ha llegado un mensaje de e-correo quizás de los confines del mundo conocido. Luego, si sale el sol, lo abriremos.